lunes, noviembre 25, 2024
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Tan indignados como ¿contentos?

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El presidente de Cataluña, José Montilla, y la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, se apresuraron ayer, al conocer la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, a decir que el gran fracasado había sido el PP. La vicepresidenta, más atenta a elaborar un discurso político que a garantizar el derecho a recurrir que la Constitución reconoce, se permitió la licencia de hablar de un intento de veto del PP. Montilla, después de señalar que lo fundamental había sido avalado, se mostró enfadado, indignado, arremetió contra el Constitucional, convocó movilizaciones y, al parecer, le exigió al presidente Rodríguez Zapatero una suerte de recreación de los pactos que habrían sido vulnerados. Para que el Tribunal les haya dado la razón, como también sostienen, no está nada mal la reacción. Ambos, aunque Fernández de la Vega al menos con una contención mayor, volvieron sobre la esperpéntica distinción/oposición entre el principio democrático y el principio de legalidad que se ha convertido en una de las más graves aberraciones del debate sobre el Estatuto y la sentencia.

Todos intuyen que estas reacciones, más que sobre el fondo de la decisión del Tribunal, constituyen estrategias políticas, bien sea para sostener el leve equilibrio en el que se sostiene el Gobierno o para enfrentarse a su modo a las próximas elecciones autonómicas en Cataluña. Al parecer, las estrategias políticas casan bien con las contradicciones, con las exageraciones y con el más ridículo de los victimismos pero, en el momento de conocer la sentencia, se podía esperar un poco más de seriedad. Vana esperanza.

Pendientes aún de conocer el texto completo de la sentencia parece deducirse que, incluso con votos particulares, el Constitucional no ha limitado un ápice al autogobierno de Cataluña, que los nacionalistas y los interesados señalan ahora como gran perjudicado, pero no ha podido dar su aval a dos cuestiones importantes que afectan directamente a la estructura del Estado que, vía Estatuto, se pretendía modificar. De un lado, en el aspecto más simbólico, la construcción de un relato de los derechos y la pretendida “esencia” de Cataluña que no puede tener significación jurídica y, de otro, los contenidos que pretendían modificar el significado, esta vez sí jurídico, de la Constitución por la vía de la organización de la Justicia (que es un poder del Estado), de la concepción de las competencias compartidas, de asuntos que aluden a una unidad de mercado ya de por si maltrecha, etc.

Es evidente que, a un lado la retórica y las contradicciones del discurso, los que hicieron suyo el Estatuto no pueden estar muy contentos, aunque algunos insistan en ello. Más les valdría volver a la normalidad, que no es otra cosa que el imperio de las normas, que convertir la indignación en la puesta en cuestión, una vez más, del Estado de Derecho.

Germán Yanke

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