Entre las novedades en el ámbito informativo a las que nos hemos venido acostumbrando en este siglo XXI está, por una parte, la de las comparecencias a modo de rueda de prensa en las que no se aceptan preguntas, y por otra, que hoy viene al caso, la de la publicación de los fallos de las sentencias, sin que se desvelen al tiempo los fundamentos jurídicos. Esta costumbre es una auténtica aberración, no sólo desde el punto de vista jurídico, sino también desde la óptica de la labor del informador, toda vez que de esta manera, conociendo la conclusión pero sin saber las razones de la misma, se deja el campo despejado a la especulación desbocada y, lo que es peor, a la pura manipulación. La publicación del fallo de la Sentencia del Tribunal constituye un ejemplo paradigmático, como demuestra la avalancha de declaraciones, el aluvión de comentarios y la avenida de análisis que nos han arrollado desde el mismo momento en que el texto en cuestión salió a la luz.
Pero no me refería solamente a eso -que también- cuando escribía el título de este artículo. Lo que pretendía apuntar es que esta resolución, como otras muchas dictadas por el mismo órgano en el ejercicio de su función del control de constitucionalidad, adolece del defecto, que por reiterado se ha convertido en un vicio, de utilizar la herramienta que se ha venido en denominar “sentencia interpretativa”. En efecto, el fallo en cuestión, tras constatar la ausencia de “eficacia jurídica interpretativa” del preámbulo y declarar la inconstitucionalidad de 14 preceptos o incisos de los mismos, establece que otros 27 serán constitucionales siempre y cuando se interpreten en el sentido indicado en la sentencia (que aún no conocemos). Esta técnica repugna (en términos jurídicos) al concepto de administración de justicia. Imaginen por un momento que elevan una controversia sobre la validez de un contrato a un juez y éste, en vez de interpretar el contrato a la luz de la ley y dictar una resolución con fuerza ejecutiva, resolviese que, si se interpreta de una determinada manera, el contrato es válido. Evidentemente, ustedes quedarían privados de los efectos de la tutela judicial, ya que la otra parte podría volver a incumplir el contrato y ustedes tendrían que someter de nuevo al criterio judicial si se ha producido tal incumplimiento o no. Pues lo mismo ocurre, y me perdonarán mis colegas expertos en Derecho Constitucional por la simpleza de la comparación, con las sentencias interpretativas como la que nos ocupa. Si mañana la Generalidad de Cataluña aplica el Estatuto en sentido diferente al indicado por el TC (cuando sepamos cuál es tal sentido), no quedará más remedio que abrir de nuevo la vía del litigio para determinar si tal actuación fue conforme con el criterio interpretativo de la sentencia, no con el tenor de la propia norma. Por eso digo sin temor a equivocarme que esto no es una sentencia, en el sentido técnico jurídico de la palabra. Porque el TC puede actuar como legislador negativo, dejando una norma sin efecto, pero no sustituir a las cámaras estableciendo el sentido de la ley, por vía pretendidamente interpretativa.
También se aprecia que la resolución del Constitucional no es una sentencia, sino que se parece más a un resultado político, por la reacción de los partidos. Mientras que PSOE y PP la han considerado una victoria propia y una derrota del otro, a través de complejos análisis y disecciones, a veces rayanas en el ridículo (y que recuerdan a los conteos de concejales, alcaldes y municipios que se arrojan a la cabeza en las noches electorales), los nacionalistas la han interpretado, cómo si no, en términos de puro victimismo que apenas oculta veladas amenazas. Entre lo pintoresco, debemos subrayar la interpretación del ministro de Justicia, que ha intentado minimizar el alcance de la sentencia comparando las palabras que anula con el total de palabras del Estatuto. No hace falta ser jurista para saberlo, pero desde luego no se le puede pasar por alto a quien se precie de serlo que a veces basta una sola palabra para cambiar radicalmente el sentido de un millón de ellas en un texto legal. Una gran parte de la discusión jurídica acerca del conflicto árabe-israelí se circunscribe a si una resolución de la ONU se refiere a “territorios ocupados” o bien a “los territorios ocupados”. Imaginen la importancia que puede tener que un texto contenga un NO. En fin, que el ministro contando palabras quedaría ridículo incluso en Barrio Sésamo.
En lo referente al resto del título de este artículo, es evidente que el Tribunal Constitucional es por definición un órgano político. La Constitución Española le dedica un Título específico, el IX, diferente a los demás órganos y poderes y, desde luego, diferente al del poder judicial. Por lo tanto, el Tribunal, como órgano constitucional, es un órgano eminentemente político, por su configuración y por las funciones que tiene atribuidas. Por otra parte, los miembros del Tribunal Constitucional son elegidos o designados por los partidos políticos, fundamentalmente a través de su representación parlamentaria, con base en criterios exclusivamente políticos, cuando no puramente partidistas, y tales miembros se sujetan muchas veces a la disciplina de voto con más diligencia y fervor que algunos diputados y senadores. Además, la lectura de las resoluciones del Tribunal Constitucional, cuya calidad es con frecuencia manifiestamente mejorable, permite vislumbrar sin gran esfuerzo la afición de sus miembros por el ejercicio de la pedagogía política y la pedagogía social. De hecho, la razón de ser del Tribunal en nuestra Carta Magna, más allá de la tendencia a la imitación, tiene mucho que ver con la desconfianza puramente política hacia el poder judicial y la creencia, también política, de que era preciso un contrapeso ideológico y político al citado poder judicial.
Lo único bueno que tiene esta no sentencia de este no tribunal es que aunque no sabemos por qué, el hecho es que por fin se ha dictado según el procedimiento establecido, poniendo término a uno de los más largos y tortuosos procesos que se recuerdan en esa casa. Magro consuelo.
Juan Carlos Olarra