A ella, cuyos días transcurren dentro de una habitación en el centro de mayores en que reside, no le importa el incumplimiento de los servicios mínimos en el metropolitano de Madrid, tampoco los estatutos, competencias y demás cuestiones autonómicas, a ella le importa que el buen tiempo amplíe su panorámica hasta los jardines del recinto y le permita, a sus ochenta años, desplazarse a la cervecería para fumar algún pitillo.
Las cuestiones que antaño le preocupaban se alejaron de su mente por el tragaluz que quisiera ahora abrir para saltar al parterre y escapar a través del vallado. Podría hacerlo por la puerta principal, pero prefiere la idea de fugarse. Desea poner algo de emoción en su vida, descolgarse desde un ventanal como si fuera una colegiala y bañarse en la fuente del pueblo como Anita Ekberg. Sueña con asaltar el estanco más cercano e incautarse de los cartones de rubio americano para fumar los cigarrillos a dos manos, sentada frente al edificio que la mantiene sometida a voluntades ajenas.
Conoce la ley antitabaco por el dueño de la taberna quien, muy enfadado, le cuenta una y otra vez que realizó una costosa inversión para que en su local se pudiera fumar, y añade, golpeando su puño contra el mostrador, que se siente tan solo como ella. La mujer calla, sonríe y piensa que al menos a él le queda su hogar para disfrutar de sus habanos en soledad o en buena compañía; en cambio, ella pasará todo el tiempo que le resta de vida acatando las normas de los demás, mendigando tabaco y fumando a escondidas cuando alguna persona caritativa se apiade de ella y le ofrezca un cigarrillo.
Entender que su independencia había terminado fue una labor dolorosa. Cuando era joven escuchó las maledicencias de la gente, las provocaciones de señoras cuyos ademanes sólo mostraban apariencias, y pese a todo, eligió, con coraje e ilusión, cada uno de los pasos que dio en su decidido caminar. Hoy en día, sus redondos ojos verdes muestran la tristeza que siente una persona adulta que no puede escoger qué comer, cuándo levantarse ni cómo disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Adiós, querida independencia, añorada libertad. Su autonomía había desaparecido al igual que sus abalorios, recuerdos, anhelos y pitillos.
Mariam Budia