No soy capaz de imaginar cómo puede ser la vida dentro de un burka. Trato de pensar en ello pero hay una distancia infinita entre una sensación imaginada de algo desconocido y la trágica realidad de un sufrimiento pasivo y silencioso. Vivir sin vivir la vida como la viven los demás. Tengo, eso sí, la certeza de que, a pesar del encierro, la vida de las mujeres que lo padecen se escapa a mayor velocidad que la de los demás. Y me parece terrible. No tanto por el atavismo de una cultura religiosa que impone ese castigo evidente, sino por la dejación de principios que deben ser universales para todos aquellos que nos confesamos hijos de las Luces y de la Ilustración.
Es cierto que los valores son cosa de cada uno y que los principios son un bien que cada uno elige gracias al libre albedrío. Por eso, cualquier reflexión sobre el comportamiento de los otros siempre se basa en apreciaciones subjetivas. Gracias a esta idea y salvo por lo que disponen las leyes y los códigos civiles, aceptamos como bueno mucho de lo que al mismo tiempo nos resultaría infamante si nos lo quisieran aplicar a nosotros mismos.
Creo que el progreso de la civilización no es el fruto de una especulación teológica sino precisamente lo contrario. Un acto continuado de superación de los límites a los que nos someten creencias que derivan de un imaginario colectivo de otro tiempo y que en poco se diferencia de la mitología que dominaba a nuestros primos del pasado primitivo.
Así que cada decisión de fe que lleva implícita una dominación cultural, intelectual y que disminuye la capacidad de soñar la libertad individual y colectiva de las personas, me parece un atraso y un error de los que detienen el ciclo histórico que hace avanzar a la humanidad. Y no creo que justifique, bajo ningún concepto, la existencia de un sexo de primera y otro de segunda, una raza de primera y otras de segunda, una clase privilegiada y otras dominadas. Creo que el curso de nuestra existencia debe derivar en un mundo más justo y mejor y no en uno dominado por el miedo y el sometimiento religioso, cultural o económico.
Sé que todo esto se puede interpretar como un planteamiento utópico y de esa forma despacharlo con simpatía por su aparente ingenuidad. Pero el burka nos recuerda una situación más compleja no por lo que muestra a simple vista, sino por lo que representa en profundidad y que siempre termina por aflorar para vergüenza de quienes lo defienden y desdicha de quienes abominamos de lo que nos muestra.
Si las cosas no cambian de inmediato, Irán puede anunciar en cualquier momento la ejecución de la sentencia contra Shakine Mohammadí Ahstiani, una mujer condenada por adulterio a morir lapidada en la misma forma que se hacía hace siglos.
Tanto el régimen talibán como ahora el de los ayatolahs, y en otras ocasiones los de otros países dictatoriales y de inspiración religiosa musulmana, se han distinguido por practicar la represión sobre la mujer como un rasgo distintivo de la pureza en el cumplimiento de los preceptos coránicos.
En esto no cabe neutralidad. Si acaso inteligencia y diplomacia, pero sabiendo que subyace un deber comunitario entre aquellos que decimos creer en los principios y valores que nos dejó la revolución francesa, que no son locales ni temporales sino permanentes y universales.
Mi militancia social – un deber de compromiso ético con causas que se inspiran en los derechos civiles y las libertades individuales y colectivas-, me exige un pronunciamiento y una actitud combativa, porque la pasividad es cómplice de la barbarie tanto si ésta se produce en Cuba como si sucede en Irán o en cualquier barrio de Madrid o Catalunya.
Ojalá la contundencia también fuera universal y no estuviera tan coloreada.
Rafael García Rico