domingo, noviembre 24, 2024
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Un hombre oceánico

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“Hay quien pretende que Víctor Hugo ha muerto…”, escribía hace medio siglo Paul Valery. Y ya van 125 años que no está entre nosotros, pero no es posible dejar de hablar de este hombre extraordinario. Cierta vez, él dijo que para enviarle la correspondencia bastaba simplemente con escribir: Victor Hugo, el mar. Así era él. Oceánico. Poeta espléndido, poderoso dramaturgo, torrencial novelista, político, pintor, orador. Una personalidad cargada de ambiciones, fantasías y fantasmas, cuya voz sigue hablando. Afortunadamente.

Admirado, respetado, el autor de “Los miserables”, de “Nuestra Señora de París” y “El jorobado de Notre Dame”, ha marcado a las generaciones de lectores con personajes memorables como Quasimodo y Jean Valjean. Y es que la obra literaria de Victor Hugo es desmesurada y fastuosa, tanto que uno de sus estudiosos, Gerard Gengembre, ha dicho: “Hugo es un continente literario. Hugo fue el primero en insistir en esa dimensión, afirmando que deseaba escribir una suerte de Biblia laica. Hugo practicó con éxito todos los géneros literarios de su siglo, el XIX, el teatro, la crónica de viajes, la novela, el panfleto, la oda, el discurso, el ensayo, el relato histórico. Lector bulímico, escribía con mucha rapidez”. Para André Gide fue: “El más grande poeta francés”. Y Jean d’Ormesson ha dicho que, a lo largo de la vida, las imágenes le llegaron en torrentes, como redobles de tambor.

Victor Marie Hugo nació en Besançon (Francia) en 1802. A los 15 años ganó el concurso de poesía de la Academia Francesa de Letras; a los 20 años recibió una pensión de Luis XVIII por su primer libro de poemas. Sus “Obras Completas”, que alcanzan quince tomos, ocupan 17.500 fruitivas páginas.

Fue un pintor talentoso y audaz. Fue diputado en varias oportunidades y también senador. Sus teorías sociales y morales abogaban por la defensa de los derechos de la mujer, la enseñanza gratuita y obligatoria, la abolición de la pena de muerte. Cabe recordar que durante 19 años Victor Hugo se exilió de Francia, tras su enfrentamiento con Luis Napoleón Bonaparte, al que dedicó su libro “Napoleón el pequeño”.

      Su vida fue la de una centuria sembrada por los cambios vertiginosos en la ciencia, la política y las artes. Y él no fue un espectador de esos cambios, sino un protagonista y hasta juez de ellos.

Murió en París el 22 de mayo de 1885 en “la estación de las rosas”, como lo había predicho 15 años atrás. Tuvieron lugar entonces los funerales populares más grandes que ha conocido Francia. Su cuerpo fue expuesto bajo el Arco de Triunfo y posteriormente depositado en el Panteón. Era, sigue siendo, una fuerza de la naturaleza. Un continente.

Rubén Loza Aguerrebere

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