Parece imponerse, en este paraíso del esperpento en que se está convirtiendo la España política, que el principio de legalidad es, en contra de lo que realmente es, una cuestión de afecto. Si, según la vieja fórmula –no bien entendida, por cierto, aunque esa sea otra cuestión-, se puede preferir a la madre de uno en vez de a la justicia, el problema del Estatuto de Cataluña no es el de su adecuación a la Constitución, sino el gesto de “desafección” del Tribunal Constitucional. ¿Desafección con Cataluña? Eso se quiere hacer ver aunque sólo formularlo mueve a la risa. Desafección, en la lógica paternalista de los partidos nacionalistas (Montilla y los suyos incluidos en esta deriva), con una parte, importante sin duda, de la clase política catalana que quiere ser considerada no como los representantes de los ciudadanos –que implicaría el respeto a la ley y a los procedimientos-, sino como las madres de un pueblo que debe preferirles a la justicia y al sentido común.
Hoy, el problema no son los ciudadanos de Cataluña, que ya demostraron un peculiar entusiasmo al abstenerse del modo que lo hicieron en el referéndum del Estatuto. El problema es el teatro de la política. Montilla, buscando una tabla de salvación en su previsible naufragio electoral, se vuelve de pronto un soberanista para no ser menos que CiU al que, al parecer, le da buen resultado –en las encuestas- colocarse frente al Gobierno de Rodríguez Zapatero en esto y en lo otro, en el Estatuto y en los Presupuestos. Mas, por tanto, insiste y, al mismo tiempo, trata de poner a Montilla en más aprietos de los debidos si alguien se debiera, aunque fuese un poco, al sentido común. Esquerra, que no quería este Estatuto, plantea la independencia, para ver si rasca un poco, en ese sector, de lo que está sacando CiU. La discusión sobre la constitucionalidad de determinados artículos e interpretaciones políticas del texto desapareció hace ya mucho y no iba a volver precisamente cuando la sentencia ofrece argumentos sobre el asunto. No se habla sino de afecto y desafecto, de pueblos enmadrados, de madres travestidas de dirigentes partidistas.
Mientras, el presidente Rodríguez Zapatero quiere papel protagonista en el espectáculo para ser, al mismo tiempo, el que respeta la sentencia y busca el modo de que termine teniendo vigencia lo contrario de lo que la sentencia dice. ¿Qué podía hacer si todo esto es culpa suya, si se le enfadan en su partido, si se le levantan los que podrían darle un poco de aire para respirar durante los próximos meses? Podría, claro, bajarse del pedestal, abandonar ese liderazgo por agregación (a ti te doy esto, a ti lo otro, aunque sea contradictorio) y negarse a este proceso de desestabilización institucional al que tanto ha contribuido. Algunos pensarán que es pedirle demasiado pero, en realidad, es solicitarle sólo lo elemental. Aunque lo elemental le cueste lo que no quiere dar.
Germán Yanke