La vitalidad de un país no reside sólo, ni mucho menos, en el saneamiento de sus cuentas públicas ni en los niveles de inversión del sector privado. Se encuentra, más bien, en la suma de sus comportamientos con las personas que forman parte de la sociedad. Reside, por ejemplo, en la protección pública ante la pobreza o en la garantía de una atención sanitaria de calidad para todos los ciudadanos, con independencia de su poder adquisitivo. Y así otros muchos.
Rasgos como esos ayudan a conformar su fortaleza moral y definen la naturaleza ética de sus clases dirigentes, aquellas que dan impulso a la opinión pública y que pugnan por ofrecer sus valores no como algo propio sino como un bien colectivo.
Parece que nuestro país tiene poca vitalidad porque tiene poco compromiso. Le faltan puntos en cuanto a la protección de quienes residen en él; le faltan puntos en aspectos básicos y esenciales, como la dignidad humana y la libertad de cada uno, el derecho al libre albedrío, por ejemplo. Por el contrario, en nuestro país aún reside la fuerza maligna de la esclavitud, ese fantasma secular que nos persigue, esa tentación diabólica de oprimir sin límite a aquellos que por el mero hecho de ser útiles a los propósitos de otros, deben someterse a su voluntad sin otra esperanza que un rescate que a veces, desgraciadamente, nunca llega.
En España se han afincado algunos de los peores proxenetas de Europa, esa vieja Europa que con la ayuda de algunos mafiosos de oriente medio, tan acostumbrados al escaso valor de la vida humana, siente que aún no ha llegado el momento de garantizar la libertad de la mujer como un hecho natural en la libertad del género humano y así, se hacer creer que el comercio con el cuerpo, la trata de mujeres para comercio sexual, es un acto de la voluntad, una expresión más de la libertad individual y del derecho a cada uno a utilizar su cuerpo como quiera, pervirtiendo hasta la repugnancia un principio básico de los derechos individuales.
En España, la policía ha actuado contra una red que sometía a más de un centenar de mujeres a condiciones de esclavitud que nada tendrían que envidiar a la de los negros de Alabama; mujeres anunciadas como mercancía en medios de comunicación muy serios, rigurosos y decentes – los mismos que nos dicen lo que está bien y lo que está mal del mundo en el que vivimos sin sonrojo alguno-. En España ha tenido que ser el presidente del gobierno quien denunciara ante el parlamento, en un debate sobre política general, el abuso de ese negocio tan mercantil como inmoral, porque los ciudadanos, los lectores de periódicos, la personas de a pie, como se decía antes, no tenemos corazón suficiente para rebelarnos por nosotros mismos y, por eso, dejamos a nuestro país sin vitalidad y a las mujeres en la esclavitud.
La lucha por los derechos de la mujer no termina al arrancarla de las prisiones del burka o o tras arrebatarla de las lapidaciones. Eso que tanto nos avergüenza es el punto final de un largo párrafo de miseria humana que empieza en las sociedades civilizadas con la prostitución que somete a las mujeres a la esclavitud del hombre, no como metáfora sino como realidad vergonzosa que sonroja tanto como los diatribas y las sentencias de los Imanes. No nos equivoquemos.
Rafael García Rico