En la crisis de la deuda federal, la inercia tiene todas las de ganar. Una lógica política irrecusable favorece la inacción.
El problema de deuda de América es principalmente un problema de gasto social. La reforma rigurosa de lo social implicaría concentrar los recursos limitados en los pobres, eliminar los subsidios a los ricos y desplazar el apoyo a la clase media partiendo de un sistema de prestaciones definidas a un sistema de aportaciones definidas. Al margen de lo diestramente que se diseñe esta transición, se traducirá en recortes de las prestaciones a la clase media. Ese es el motivo de que, en el año 2005, tanto Republicanos como Demócratas huyeran de la reforma de la seguridad social como alma que lleva el diablo. Aún peor, este año el Presidente Obama y el Congreso Demócrata crearon una nueva prestación sanitaria financiada sobre todo a través de la sustracción de fondos a Medicare, haciendo aún más difícil de estabilizar en el futuro ese programa. La administración Obama no sólo ha evitado la reforma; ha complicado la labor a las futuras administraciones.
La necesidad de reforma de lo social es reconocida de forma casi universal. La política de la reforma social, sin embargo, parece inútil. Los únicos defensores consistentes de la disciplina son los halcones del déficit en el Congreso — un ramo admonitorio e indigesto en general. Tener razón no les hace atractivos, y nunca habrá suficientes para emprender una labor política de este calibre. Si el debate de la deuda se define en el Congreso como austeridad despiadada como alternativa a lo de siempre, lo de siempre prevalecerá regularmente.
Pero la colosal escala del problema de la deuda abre una posibilidad política inesperada. Según la Oficina Presupuestaria del Congreso, se espera que el gasto en los programas de salud y la seguridad social impuesto por ley crezca del 10% del producto interior bruto hoy hasta alrededor del 16% en el año 2035. A modo de comparación histórica, el gasto público en todos sus programas y actividades se ha mantenido de media en torno al 18,5% del PIB durante las cuatro últimas décadas. Dicho de otra forma: en 25 años, la porción de la economía que destinamos a la administración casi entera se dedicará a los programas sociales exclusivamente. Cada una de las demás funciones y prioridades del gobierno federal quedarán engullidas por el creciente gasto en sanidad y jubilaciones, o el porcentaje de la economía sufragado mediante los impuestos tendrá que elevarse peligrosamente. Esta es la otra opción.
Los legisladores deberían tomar especial nota. ¿Es usted un defensor de los recortes fiscales orientados al crecimiento igual que, digamos, el Senador Jon Kyl, R-Ariz.? Sin la reforma de lo social, las reducciones fiscales futuras son una quimera presupuestaria. ¿Apoya usted el gasto en defensa como el Representante Duncan Hunter, R-Calif., o elevar los recursos destinados a la nutrición infantil igual que el Representante George Miller, D-Calif.? ¿Quiere hacer más énfasis en la lucha contra la pobreza, la vivienda social, la ayuda exterior, la investigación sanitaria, los parques nacionales, la protección del medio ambiente, la vigilancia de fronteras o el viejo gasto de interés político en el Congreso de toda la vida? Todo se va a ver gravemente afectado según la actual tendencia de crecimiento del gasto de las prestaciones sociales.
Todo presupuesto federal implica un debate entre prioridades conservadoras y progresistas en materia de bajadas tributarias y gasto administrativo opcional, plasmado en la redacción de 12 leyes de asignación presupuestaria extraordinaria anual. Pero la trayectoria del gasto administrativo amenaza todas esas prioridades. Entendida adecuadamente, la batalla presupuestaria no es algo entre grandes manirrotos y halcones del gasto. Es algo que se da entre aquellos que quieren gastar porcentajes progresivamente mayores del presupuesto en sanidad y transferencia de riqueza a los ancianos, y aquellos que quieren utilizar los recursos presupuestarios en todo lo demás.
El inminente debate de la deuda será sensible e incómodo porque tiene trasfondo de conflicto generacional. Desde el New Deal, América ha visto una masiva transferencia de riqueza de los jóvenes a los ancianos a través de programas sociales como la seguridad social y Medicare, con muchos resultados dramáticamente positivos. Pero esa transferencia está escalando con rapidez. La generación de los 60 empieza ahora a jubilarse en cifras que se disparan. La gente tiene mayor esperanza de vida y recibe la prestación durante más años — algo bueno, pero que sale caro a los programas federales. Y el gasto sanitario se está elevando más rápido que las demás formas de inflación. En un sistema de prestación social, estos compromisos públicos se amplían automáticamente, exigiendo una intervención política para cambiar. Dedicar recursos a los enfermos y los ancianos supone muchos avances y beneficios. Pero nos acercamos a un extremo en el que estas importantes prioridades amenazan con aplastar todo lo demás.
El electorado político partidario del gasto administrativo acelerado, incluyendo el lobby AARP de los jubilados y los agentes sanitarios, es poderoso a ambos lados del hemiciclo. Pero la coalición de la reforma social debería ser también amplia, incluyendo a todo el mundo desde los partidarios de las bajadas tributarias a los guerreros de la pobreza pasando por los defensores del gasto político. Cuando los congresistas encuentren gravemente limitado su gasto legislativo por los compromisos impuestos por la ley, puede que despierten a las responsabilidades necesarias y difíciles. En su caso, es una elección entre reforma o irrelevancia.
La reforma social sigue siendo una causa política progresivamente difícil — pero puede que no inútil.
Michael Gerson