«Su problema es que» continuó ella inalterable, «cree que la gente debe quedarse dentro de sus propios envases. No cree en abrirse. No cree en ir probando».
«Desde luego que no», dijo Macon, abrochándose la camisa.
Anne Tyler, «El turista accidental»
Si la política fuera literatura, Bill Clinton sería Tom Buchanan en «El gran Gatsby», aplastando sin pretenderlo las vidas de los que le rodean al tiempo que sale airoso del caos que genera. Barack Obama se parece más a Macon Leary en «El turista accidental», el autor de guías de viaje que odia viajar. «Era más feliz con la forma de vida usual» — conductor prudente e higienista dental escrupuloso, sistemático y constante, sospechoso de albergar anhelos impredecibles, manifestando una «decepcionante tranquilidad» en momentos de crisis. «Si se permite enfadarse… se consumirá», dice Macon. «Se quemará. No es productivo». Sólo el orden y el método son productivos. Se ve atraído por «los modestos placeres de organizar un país desorganizado».
Macon utiliza estructura y raciocinio para evitar enfrentarse a derrotas personales. La distancia emocional de Obama parece originada en la autosuficiencia — un sólido fortín de autoconfianza. Pero el efecto es exactamente el mismo. Obama encabeza a un país sin recoger sus pasiones — al menos alguna que esté dispuesto a compartir. La actualidad le deja aparentemente intacto. No necesita compañía. Los estadounidenses siempre hemos adorado a Obama más de lo que él parece preocuparse por nosotros.
La reacción a este rasgo constituye una de las principales fracturas de la política estadounidense. Algunos le perciben frío, cerebral y distante. Los partidarios de Obama siguen encontrando esta reserva refrescante, un contraste celebrado con los políticos emotivos aficionados a los aspavientos. En mi caso — constitucionalmente alérgico a los abrazos, las felicitaciones y demás formas de manipulación políticamente motivada — el estilo de Obama tiene cierto atractivo. Ofrece parte de la dignidad presidencial pre-Oprah de Rutherford B. Hayes o James Garfield.
El desafío de Obama no es la ausencia de puesta en escena. Es la falta de repertorio. Los presidentes modernos más eficaces — un Franklin Roosevelt o un Ronald Reagan — fueron capaces de adoptar un buen número de registros y papeles. Sabían expresar grandes ambiciones nacionales, desprecio partidista marchito, autocrítica con humor, sentimentalismos lacrimógenos, pasiones patriotas — a veces todo en el mismo discurso. Interpretaban una orquesta de argumentos y emociones — sonoras trompetas, suaves violines, groseras tubas.
No todos los presidentes — ni siquiera todos los presidentes de éxito — tienen esta clase de versatilidad. Pero el estilo monótono de Obama se ha desgastado. Durante las primarias, su frío distanciamiento destacaba la alarmante excitabilidad del Senador John McCain. Siendo presidente, el registro retórico de Obama discurre entre el sermón y lo quisquilloso — la gama elemental entera. Sus discursos son sinfonías íntegramente interpretadas con un silbato y un acordeón. Por cambiar de metáfora, Obama es un lanzador con una forma de batear. Destaca solamente en la explicación. Inicialmente esto pareció fría competencia. Pero a medida que la impresión de competencia se evapora, sólo nos deja la frialdad.
En perspectiva, uno de los momentos definitorios de la presidencia Obama pueden haber sido sus dos primeros minutos en público tras el tiroteo de Fort Hood — la prueba de fuego inicial a su liderazgo improvisado. «Permítame antes de nada dar gracias a Ken y a toda la plantilla del Departamento de Interior por organizar una rueda de prensa extraordinaria», dijo Obama. «Quiero dar las gracias a los miembros de mi gabinete y altos funcionarios de la administración que participan hoy. He sabido que el Dr. Joe ‘Medicina’ Crow estaba por aquí, y por eso quiero manifestar públicamente mi agradecimiento…»
La «decepcionante tranquilidad» de Obama ha aparecido tras los abusos bancarios, un atentado terrorista frustrado y una marea negra. Y es más que un revés estilístico simplemente. Obama ha adoptado una estrategia arriesgada, cara y necesariamente militar en Afganistán. Pero los recursos retóricos que ha dedicado a su defensa han sido escasos. ¿Puede triunfar un presidente en tiempo de guerra sin brindar inspiración y manifestar determinación? ¿Qué pasa si son necesarios esfuerzos nacionales aún mayores en Corea del Norte o Irán? A veces organizar un país desorganizado no basta. Tiene que ser liderado.
«Antes de que el orador pueda inspirar a la audiencia alguna emoción», argumentaba Winston Churchill, «debe ser arrebatado por ella él mismo. Cuando despierte su indignación su corazón se llenará de ira. Antes de poder provocar sus lágrimas tendrán que fluir las suyas. Para convencerles a ellos él tiene primero que estar convencido».
El limitado registro retórico de Obama plantea dudas del contenido de sus creencias más arraigadas. Por esta razón sobre todo, el caballero que no necesita el aprecio de las multitudes lo pierde gradualmente.
Michael Gerson