El Presidente Obama ha anunciado ante una convención de veteranos de guerra el fin de las acciones de combate en Irak, dando por terminada la guerra que inició su antecesor en la Casa Blanca. Desde el próximo día 31, Los Estados Unidos serán tan sólo un aliado del gobierno iraquí y no un país en guerra. Habrá cumplido Obama la promesa anunciada en la campaña electoral y ratificada por acuerdo suscrito entre el gobierno iraquí y el estadounidense en 2008.
En fin de esta guerra debería suponer, también, el fin de una forma de hacer política de la gran potencia mundial. Y, probablemente, así será. Obama va dando pasos prudentes y cautelosos en el cumplimiento de sus compromisos; pasos que a su vez inician un nuevo camino en el concierto internacional, dando al diálogo entre naciones un nuevo espacio de actividad.
Pone, con esa actitud, en marcha un complejo modelo de cooperación que no se fundamenta en asumir en ingrata exclusiva un liderazgo mundial asentado en la imposición de sus intereses y en el reparto, proporcional, de sus beneficios.
Irak ha estado en el centro de la diana política desde que en 2003 se inició la guerra, pero, en realidad, lo estaba desde que Sadam, en un supuesto ataque de megalomanía, invadió Kuwait en 1990, rompiendo el equilibrio geoestratégico de la zona. Devuelta la Guardia Republicana a sus bases y liquidadas sus divisiones un año después, la dictadura del Partido Baaz se atrincheró en un esquema de resistencia irracional, vacilando literalmente a los observadores internacionales, como antes había vacilado a los militares colocando en el desierto figuras de tanques de cartón piedra.
El régimen de Sadam se desmoronó en décimas de segundo. El líder, atrapado, fue ejecutado. Pero el terrorismo del Al Qaeda y su fundamentalismo – causas esgrimidas junto a las famosas armas de destrucción masiva- ha permanecido como amenaza real desde entonces. Al fin de la guerra le siguió el mismo suelo de ceniza una cadena de acciones terroristas sin igual en la historia: una guerra después de la guerra. Se alimentó el odio entre sunníes y chiíes, y todo ha sido un horror con picos y valles.
El caso es que tengo la amarga sensación de que tanto sufrimiento y padecimiento en ese país de civilizaciones milenarias, no ha servido para que el mundo sea más seguro. Todo lo contrario. Esta guerra, cuyo final se anuncia, ha sido un motor de dolor sin justificación ética posible y un alarde de desprecio a la comunidad internacional y sus organismos cooperativos, que nadie lo dude: El espíritu fundacional de las Naciones Unidas quedó enterrado entre las arenas que arden entre el Eufrates y el Tigris.
Obama cumple su promesa como Zapatero cumplió la suya. Me acuerdo en este momento de las víctimas de los atentados terroristas del 11M, cuya tragedia fue el producto del odio religioso desatado con semejante proyecto diseñado en las Azores. Y recuerdo aquel tímido cartel que se coló en los hogares de toda España a través de la televisión, bajo el azote de la lluvia, erguida sobre las cabezas de quienes se manifestaron contra el brutal crimen y que decía, sencillamente, “Vuestras guerras, nuestros muertos”
Ahora que se anuncia el fin de esta estúpida guerra, merece la pena que tomemos nota de sus consecuencias. Y que no olvidemos, tampoco, la vergüenza que sobre nuestras conciencias civilizadas tan occidentalmente representa la cárcel de Guantánamo.
Otra promesa que hay que cumplir.
Rafael García Rico