Ahora que muchos están de vacaciones y otros nos vamos en las próximas horas – por fin-, no está de más dedicar unas líneas a unos ciudadanos de nuestro país a quienes, tan injustamente, se acusaba de disfrutar del turismo solidario y que desde hace ocho meses permanecen en cautiverio, víctimas de un secuestro, en algún lugar del Sahel.
Roque y Albert, Albert y Roque son, en estos días de agosto, el ejemplo de todo aquello que representa lo mejor que puede haber en nosotros. Probablemente eso es así sin que ellos lo hubieran pensado nunca, pero es que sus actos, su compromiso, su decidida vocación humanitaria y las dramáticas consecuencias que ésta les ha traído personalmente, reflejan algo más que una voluntad constructiva: adquieren la forma de un ejemplo dónde todos deberíamos mirar, aunque fuera de soslayo, para averiguar hasta que punto podemos contribuir de manera correcta a hacer de este mundo un mundo mejor.
No los hace mejores su sufrimiento, que nadie se equivoque. Los hace mejores su trabajo de cooperación con el riesgo que han asumido para llevarlo a cabo. Así que no se trata de exaltar el martirio como en tantas religiones, sino de poner de relieve su esfuerzo cotidiano, su visión positiva sobre las soluciones que entre todos podemos aportar, su optimismo acerca de otro mundo posible, empezando por su pequeña y generosa contribución.
Es eso lo que los distingue. Lo que hace de ellos, junto a Alicia, un espejo razonable en el que ver nuestro lado bueno. Porque lo más importante de su experiencia es que nos podía haber pasado a cualquiera de nosotros si hubiéramos expresado con actos concretos eso que, seguramente, expresamos con palabras, en conversaciones de amigos, o en proyectos imaginarios de esos que nunca llevamos a buen puerto.
Creo que nuestro planeta es un lugar maravilloso dónde convivimos con múltiples especies en lo que debería ser una verdadera armonía natural. De igual modo que entre nosotros, humanos evolucionados, deberíamos preocuparnos de que nadie sufriera innecesaria y gratuitamente la tragedia del hambre, la enfermedad o la guerra. Esa sería una forma de armonía, de convivencia, de progreso que nos pondría aún más arriba en la cúspide de la naturaleza.
Para lograr ese benéfico propósito, bastaría con que buscáramos en nuestro interior eso que Alicia, Roque y Albert encontraron en algún momento de sus vidas y que no es otra cosa que un esfuerzo de la voluntad para hacer bien aquello que de manera racional sabemos que hay que hacer.
No se trata de la fe ni de la ambición de un sueño idealista. Se trata, sencillamente, de desentrañar en las complejas relaciones humanas la fórmula de la solidaridad, esa que, de algún modo, todos conocemos pero ocultamos en nuestra parte oscura. Se trata, tan solo, de atrevernos a darle rienda suelta y hacer bien las cosas buenas que hay que hacer, sin más voluntad que la de convertir en bondad tanta habilidad para el mal como hemos desarrollado desde hace milenios.
Ser solidario con los cooperantes secuestrados exige pensar en ellos solidariamente, si, sin duda, pero sobre todo consiste en aprender la lección de construir nuestro mundo de tal manera que el riesgo de ser agredidos por hacer lo correcto se desvanezca en una idea de nosotros mismos superada para siempre.
Para mi, sinceramente, eso sería el progreso de verdad. Y, entre tanto, mi respeto y mi cariño a Albert y a Roque, allá dónde los mantengan sin libertad.
Rafael García Rico