El Presidente Obama tiene un talento inusual para enfurecer a sus críticos al tiempo que desinfla el entusiasmo de sus amigos, y ello quedaba a la vista de todo el mundo en la polémica de la mezquita de Manhattan.
Su primera intervención, durante una cena de Ramadán ofrecida el viernes en la Casa Blanca, consistió en una defensa sin paliativos tanto de la libertad religiosa como de la tolerancia religiosa, insinuando que la oposición a una mezquita en las inmediaciones de la Zona Cero vulneraba ambas cosas. En su segunda intervención, que tuvo lugar en un intercambio improvisado con un periodista el sábado, insistía en que no estaba hablando «del sentido» de construir la mezquita, simplemente afirmaba el derecho a sacarse una licencia de construcción. No fue una contradicción, pero fue un marcado cambio de tono. Obama lograba ser blanco de todo el daño político por adoptar una postura impopular sin cosechar ningún mérito en concepto de valor político.
Pero quedar expuesto no significa que el presidente se equivoque.
Aunque los columnistas son reacios a admitirlo, hay diferencia entre ser un comentarista y ser presidente. Los críticos tienen todo el derecho a hacer preguntas a propósito de la construcción de un centro islámico en las inmediaciones de la Zona Cero. ¿De dónde sale la financiación? ¿Cuáles son las motivaciones de sus partidarios? ¿Es insensible el simbolismo?
Pero la visión desde el Despacho Oval es distinta a la visión desde un teclado. Un presidente no tiene opiniones simplemente; tiene deberes para con la Constitución y la ciudadanía al servicio de la que está — incluyendo millones de ciudadanos musulmanes. Su principal preocupación no es la separación de sensibilidades sino la protección del pueblo estadounidense y la defensa de sus derechos.
Según este punto de vista, a Obama no le quedaba otra elección que el camino general que adoptó. Ningún presidente, de ninguna formación o ideología, podría decir a millones de estadounidenses que su construcción sagrada profana suelo sagrado estadounidense. Esto se interpretaría comprensiblemente como un ataque presidencial a las creencias más arraigadas de sus conciudadanos. Sería una muestra sin precedentes de sectarismo, alienando a una tradición religiosa entera del experimento americano. Si se puede construir una iglesia o sinagoga en una vía comercial del Bajo Manhattan, declarar vetada una mezquita equipararía oficialmente al islam con la violencia y el terrorismo. A ningún presidente se le ocurriría hacer una declaración así. Y esos tertulianos que instan al presidente a hacerlo malinterpretan fundamentalmente la propia presidencia.
Una retórica inclusiva hacia el islam se desprecia en ocasiones como simple corrección política. Habiendo dedicado cierto tiempo a elaborar al milímetro esa retórica para un presidente, puedo dar fe de que se trata realmente de una cuestión de interés nacional. Es conveniente – obligatorio en mi opinión — que un presidente trace una línea clara entre el «nosotros» y el «ellos» en el conflicto global con los musulmanes militantes. Me gustaría que Obama lo hiciera con más vigor. Pero la altura a la que se traza la línea importa enormemente. Los militantes esperan, por encima de todo, provocar el conflicto entre el Occidente y el islam — proyectar sin ningún escrúpulo sus manías políticas totalitarias sobre un movimiento general de solidaridad musulmana. América espera trazar una frontera que aísle a los políticamente violentos y a aquellos que toleran la violencia política — creando solidaridad con sus detractores musulmanes y con las víctimas del fundamentalismo.
¿Cómo se ayuda exactamente a nuestra causa tratando la construcción de una mezquita no radical en el Bajo Manhattan como el equivalente funcional a profanar una tumba? Se asume el conflicto entre civilizaciones en lugar de desactivarlo. El simbolismo es enormemente importante en la guerra contra el terrorismo. Pero una mezquita que rechaza el radicalismo no es símbolo de la victoria del enemigo; es un prerrequisito de la nuestra.
El gobierno federal tiene una respuesta a las mezquitas estadounidenses tomadas por los defensores de la violencia. Les abre causas, congela sus cuentas y presenta cargos contra sus líderes. No decreta ordenanzas municipales que plasman la incomodidad con el propio islam.
Una vez más, este debate ilustra una laguna de perspectiva. Un tertuliano puede hablar con sinceridad evidente de evitar que el terreno sagrado estadounidense sea eclipsado por una mezquita. Un presidente no sólo está al servicio de los ciudadanos musulmanes, no sólo da órdenes a los musulmanes del ejército estadounidense, también encabeza una coalición que incluye a musulmanes afganos e iraquíes que ponen su vida en peligro a diario de nuestro bando combatiendo el radicalismo islámico. ¿Cómo les podría decir que su lugar de culto simboliza de forma inherente el triunfo del terror?
Hay muchas razones para criticar la respuesta vacilante y tardía de Obama a la mezquita de Manhattan, y puede que incluso para criticar a esta mezquita en concreto. Pero aquellos que quieren que un presidente anuncie que cualquier mezquita ultraja el vecindario en las inmediaciones de la Zona Cero le están pidiendo que mine la guerra contra el terrorismo. Una guerra contra el islam haría imposible una guerra contra el terrorismo.
Michael Gerson