La opinión del ministro de Fomento –al parecer personal, o, quizá, manifestada voluntariamente como algo personal- sobre un necesario incremento de los impuestos han despertado del relativo letargo del verano y todo el mundo se ha puesto a perorar sobre la política fiscal. José Blanco, que ya anunció la subida del IVA y que antes había aludido a una reforma al alza del IRPF, argumenta el incremento en base a las prestaciones –como si estas fueran nórdicas y los impuestos africanos- y en la acomodación a la presión fiscal europea. Suena bien pero, a estas alturas, no se lo cree nadie: por un lado, ni la calidad de los servicios públicos ni la eficacia de nuestra caótica y sobredimensionada Administración (o administraciones) justifica el aumento y, por otro, la comparativa de la presión fiscal en la Unión no puede desligarse, por nuestras particulares circunstancias, de la carga fiscal, asunto en el que estamos más que castigados. Sería más honesto reconocer que, con el incremento de impuestos, se trata sencillamente de reducir en lo posible el déficit sin más ajustes que los imprescindibles y que, si se quiere que las cifras sean mínimamente significativas, hay que hacerlo a través del IRPF. O, más claro aún, que le resulta menos costoso al Gobierno aumentar los impuestos que reducir el gasto con el que tranquiliza, contenta o amortigua a grupos más poderosos que el de los contribuyentes.
El argumento de las prestaciones “nórdicas” o de la generosidad gubernamental (llevamos meses escuchando cómo la protección social es un esfuerzo del presidente Rodríguez Zapatero y no de los contribuyentes) tiene su eficacia, como se está viendo en el debate de estos días, porque desplaza la cuestión de la necesaria reforma de la Administración hacia la aceptación de su expansión si esta se presenta como generosa y, si se puede, como eficaz. “Si todo lo que hace el Estado es eficaz –se oye y se lee- no nos importaría pagar más impuestos” es una frase que sustituye, en la retórica al uso, la evidencia de que el problema a resolver es qué debe realmente hacer el Estado y qué recursos precisa para hacer eso y no otras cosas. O cosas repetidas y superpuestas como ocurre en España con la consecuencia añadida del gasto y de la dificultad para llevar a cabo políticas generales adecuadas.
Olvidada, momentáneamente, la demagogia de que los nuevos o mayores impuestos a “los ricos” –especie que no acaba de concretarse- iban a sacarnos de problemas, parece que pasamos a la otra, presentada curiosamente como un ejercicio de realismo: hay que subir los impuestos porque hay que incrementar los ingresos. La sugerencia del ministro está hecha con un de frivolidad, pero parece anunciar que el Gobierno no tiene la valentía suficiente para reducir por otros medios el déficit hasta los niveles que exige nuestra economía ni para iniciar una reforma de las administraciones –las autonómicas incluidas- hasta lo que siempre fue razonable y ahora imprescindible. Ya se sabe que una medida de esta naturaleza dañará aún más nuestro crecimiento pero, a cortísimo plazo, es decir, en el espejismo de las estrategias, evita meterse de lleno en más ajustes.
Germán Yanke