miércoles, noviembre 27, 2024
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Se desvanecen los mitos. Entran en una atmósfera de humo y su tangibilidad se torna ceniza, aire denso, después: nada. Desaparecen. Castro, el hermano Fidel, reapareció hace unos días verde olivo en el gran consejo revolucionario cubano. Entraba en la reunión viejo, torpe, quizá hasta algo confuso; sus movimientos lentos, dificultosos lo delataban. Es el paso del tiempo.

Cuba permanece aislada de los grandes cambios del mundo. Ausente en la caída del comunismo y distante de los cambios en el gran vecino del norte. Habla Castro, Fidel, de Irán y de la responsabilidad de EEUU por las acciones del líder iraní. Un esperpento.

Mientras, Castro, el hermano Raúl, libera los presos de la última generación de contestatarios. Lo hace con la ayuda de la Iglesia Católica y del Gobierno de España. No viste verde olivo ni se deja ver en el acontecimiento. Como en un mal serial, los suelta con cuentagotas. Viajan a España y se prodigan en declaraciones ante los medios y se reúnen con el PP.

La revolución apartó el yugo de Batista del cuello de los campesinos y de los guajiros, de los estudiantes y de los habitantes de la urbe. Fue, al poco, un mito. Se convirtió en leyenda por la obra de Ché Guevara, Camilo Cienfuegos y el propio Fidel. Y otros. La deserción comenzó al día siguiente. Como en la película de Woody Allen, Bananas, Fidel salió al balcón de la Revolución y anunció el marxismo leninismo como doctrina oficial. Media plaza perpleja comenzó a mirar hacia Miami. Aquellos jóvenes nacionalistas se convirtieron en líderes de un comunismo tropical.

Extendieron la educación y la sanidad. Pero, al parecer, no lo suficiente. Pronto no hubo libertad y los enemigos del norte impusieron un bloqueo impresentable, política y socialmente impresentable. El mito del Ché permanece en el espíritu revolucionario, tan difuso, de las nuevas generaciones. Los cubanos ya no van a la zafra como hacían antes, cantando las canciones de Carlos Puebla. Ni son ovacionados en los conciertos de Silvio, que critica abiertamente al régimen gerontocratico.

Extendieron la cultura, alfabetizaron. Junto a la educación popular y la sanidad, los grandes logros, insisto.

Pero la educación no fue tan buena, al parecer no. Los disidentes llegan a España acogidos por el Gobierno, fruto de las negociaciones de Moratinos. Son alojados y reunidos con sus familiares. Tienen un estatus especial, que les permitirá trabajar. No son emigrantes. Muchos otros también huyen de dictaduras; la peor, la del hambre. Pero no son alojados, son sometidos a las leyes y a la estrategia de la Unión. Sin papeles no hay trabajo. Los cubanos tendrán un estatus especial, insisto.

Mientras tanto, haciendo uso de la educación fallida del régimen de Castro,  Fidel o Raúl, ofenden al Gobierno, ignoran el agradecimiento, cuestionan nuestra política – tan útil para ellos- y se congratulan de la ortodoxia aznarista. Sin educación, vaya. O con la educación de la revolución, quién sabe.

Además de las cosas que nos cuentan, la revolución, al parecer, no enseña buenos modales. O es de las cosas a las que han renunciado al salir de Cuba. Quién sabe, insisto.

Rafael García Rico

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