Carlos Hugo ha sido uno de los personajes más singulares de la reciente historia de España. Aspirante al trono de acuerdo con la tradición carlista, ejemplificó con su vida una de las contradicciones más apasionantes que se han dado en nuestro revuelto mundo político: la de la monarquía tradicionalista convertida al socialismo autogestionario.
Repudió Don Carlos la dictadura franquista tras navegar, al parecer de incógnito, entre las realidades de la clase trabajadora que padecía los rigores de un sistema terriblemente injusto. Y dicen que llegó a sumergirse en los años sesenta en un pozo minero, el de Sotón, para tratar de conocer de primera mano las auténticas condiciones laborales que tenían los mineros asturianos. Poco después, se convirtió en heredero del trono de España por su disnatía, al tiempo que el caudillo lo echaba del país a un exilio lleno de dignidad.
El carlismo progresista hizo de su reivindicación dinástica un partido político. Investigó en el proceloso mundo de las ideologías, y se asemejó con la doctrina del socialismo autogestionario, que entonces hacía realidad – a la manera particular con que lo hacía – el gobierno yugoslavo de Tito, otro viejo conocido de España.
Pero Carlos Hugo alcanzó la mayor dimensión convirtiendo todo ese bagaje de aprendizaje social e ideología política en compromiso democrático. Cosa, que por cierto, no era nada fácil. Para ello dispuso del Partido Carlista, un instrumento de organización del tradicionalismo que llegó a integrarse en la Junta Democrática y a participar con otras fuerzas de izquierda en la reconstrucción de la democracia en España durante la transición.
Pero como siempre pasa los asuntos de Palacio, la intriga de uno de sus hermanos, Sixto Enrique, derivó en un fraccionamiento de la familia y de la causa del legitimismo que tan importante había sido en el siglo anterior, refundado por su cuenta el carlismo con su pretensión al trono, abjurando del progresismo de su hermano mayor, Carlos Hugo y abanderando el viejo tradicionalismo fuerista.
Don Sixto resultó ser un vulgar pistolero fascista, apoyado por las entonces tramas negras del fascismo argentino de la Triple A y del neofascismo italiano del pistolón y la bomba, con el que entonces andaba liado el democrático Fini, nuevo opositor de Berlusconi.
El caso es que como no podía ser de otra forma, en la ascensión a Montejurra de 1976, Don Sixto y sus camorristas y facinerosos, materializaron la disputa disparando contra los seguidores de Don Carlos, presente en el acto. A aquel hecho no fue ajeno en ningún modo el aparato represivo franquista que aún permanecía muy vivo. El resultado de dos muertos marcaría de luto y haría crecer la leyenda del socialismo de Don Carlos, pero no lo suficiente para contar con los votos necesarios que lo sentaran en el Congreso de 1977.
Y de ahí a ninguna parte. Salvo en lo personal, dejó de ser noticia. Y en ese terreno lo fue por divorciarse de la princesa Irene de Holanda con la ley de Fernández Ordóñez, otro detalle con marca de la casa.
Este 18 de agosto, ha muerto Don Carlos Hugo de Borbón-Parma. Con discreción y prudencia, tal y como había vivido desde que se alejó, por voluntad propia, de la política. Su legado permanecerá en manos de su hijo Carlos Javier.
La España democrática lo despedirá con respeto y, quizá, hasta con cariño. Yo, por mi parte, lo haré de las dos formas. Mientras, su hermano felón se atragantará con su odio criminal asistiendo, por la puerta de atrás, al duelo de los que le querían.
Descanse en paz.
Rafael García Rico