La brecha más destructiva para el Presidente Obama no es la ventaja Republicana inexpresiva en las urnas de las legislativas, ni siquiera una impopularidad de su labor que ha superado a la popularidad, es la brecha entre aspiraciones y realidad.
La polémica de la mezquita de Manhattan ilustra el problema de forma comprimida. Primero vimos al Obama de los principios resonantes (el principio casi totalmente acertado, en mi opinión). Después vino un reajuste interesado políticamente. Luego la explicación de un gabinete descoordinado. Más tarde un silencio vergonzoso, puesto que es difícil aclarar la aclaración de una aclaración. Luego la lamentable declaración del «niego echarme atrás» por parte del presidente.
Fue más que un traspié. Desde el despido de Shirley Sherrod a la obsesión con Fox News, pasando por las críticas vertidas contra la «izquierda profesional», la administración Obama se ve involucrada en un acto diario de hipocresía. Ataca la contundencia y la virulencia de los rigores de la actualidad al tiempo que es totalmente cautiva de su ritmo. En el proceso, a menudo da imagen de ser reactiva, estar desbordada y falta de principios.
Esta brecha entre ideales y práctica se está convirtiendo en la narrativa definitoria de la administración. Obama prometió en tiempos, por ejemplo, poner fin a las «divisivas peleas de comedor en Washington». Al parecer hay una excepción en los refrescos. En su nuevo discurso de campaña, dice: «Resbalamos y nos deslizamos y sudamos la gota gorda, y al otro extremo los Republicanos, están allí de pie mirándonos con sus Fresisuis». En Seattle, el Presidente de los Estados Unidos hacía como que se bebía un Fresisuis para burlarse de sus detractores. Un político como Ronald Reagan sabía levantar ampollas en campaña con un guiño y una sonrisa. La retórica partidista de Obama logra ser sensiblera, mezquina y sin gracia. En campaña, se burla y se queja. No encandila.
Pero esto está claro: la retórica encaja al mensaje. Después de haber dejado atrás los sueños de Franklin Roosevelt para dar lugar a un paro del 9,5%, Obama ha llegado a un callejón sin salida ideológico. Su tendencia política natural sería aún más gasto en estímulos, hoy una imposibilidad política. De forma que sólo le queda atacar a los Republicanos. Es una tendencia política natural. Pero deja a Obama a la misma altura de cualquier otro político partidista en la cuerda floja.
Los motivos de tensión se acumulan. El candidato que se comprometió a superar diferencias partidistas aprobó su agenda en un desfile constante de votaciones superadas a golpe de disciplina de partido y maniobras legislativas al borde de la intimidación. El candidato que pretendía superar divisiones partidistas es percibido en una encuesta reciente de Democracy Corps como «demasiado izquierdista» por el 57% de los electores probables. El candidato que dijo que iba a «cambiar de forma fundamental la forma en que funciona Washington» ha visto crecer la desconfianza de la opinión pública en la administración hasta niveles pre-Revolución Francesa.
El fracaso a la hora de cambiar, o al menos a desafiar, la cultura de Washington irrita a izquierda y derecha. Esto dice Lawrence Lessig en The Nation: «Obama va a dejar la presidencia, sea en 2013 o en 2017, con Washington esencialmente intacto y el movimiento que inspiró traicionado».
La altura de la caída política de Obama se mide por lo incómodos que parecen ahora los ecos de su antigua retórica. Cuando hace poco dijo «Alcancemos la esperanza», se trataba de un verdadero esfuerzo. Sonaba a cantante pop entrado en años, barrigudo y desentonado, que tropieza en un viejo éxito. A Obama le persiguen los recuerdos de su propia promesa.
Los políticos se han hecho famosos por decir una cosa y hacer otra. Y los elevados ideales y la elevada retórica siempre generan el potencial de la hipocresía. Pero la decepción con Obama es especialmente acusada. Llegó al cargo proporcionando refrescantes esperanzas a votantes nuevos. América estaba borracha de idealismo -que termina en una resaca particularmente dura. Pocas presidencias se han levantado de forma tan consciente o completa sobre una marca idealista, con su propio lenguaje e iconos característicos. Pero esta «nueva clase de política» ha demostrado ser convencional en su conducta, predecible en su contenido y excepcional solamente en la profundidad de las divisiones que ha provocado. A la administración Obama se le presenta no sólo la perspectiva de un rechazo electoral masivo, sino una cuestión: ¿cómo se ajustará a la muerte de la fe que alumbró?
Para algunos, esto es simplemente la confirmación de su visión preexistente de la política, que el idealismo es un fraude, que la inspiración retórica es un timo. Es cierto que muchos políticos no mejoran tras un análisis más de cerca, que ningún hombre es admirado entre los que le conocen bien. Pero una nación de conocedores perderá su talento para los grandes propósitos. De forma que debería ser fuente de tristeza que Obama, para muchos, se haya transformado en fuente de cinismo.
Todos los políticos caen, pero no desde tan alto.
Michael Gerson