El Presidente Obama realizaba el pasado enero unas declaraciones reveladoramente apolíticas a Diane Sawyer, de ABC: «Prefiero ser un presidente muy bueno de una legislatura a un presidente mediocre de dos».
Obama estaba hablando con Sawyer de su proyecto personal de legislación sanitaria, que ya era políticamente arriesgado. Explicaba su enfoque de la administración en los términos más idealistas: «Ya sabe, hay cierta tendencia en Washington a pensar que la descripción de nuestro empleo de funcionarios públicos electos es ser reelegidos. Esa no es la descripción de nuestro empleo. La descripción de nuestro empleo es resolver problemas y ayudar a la gente».
Escuché a Obama hacer un gesto de desaprobación de la política parecido en un almuerzo en la Casa Blanca ofrecido a los columnistas el diciembre pasado, cuando defendió sus decisiones políticamente arriesgadas (pero correctas en general) de rescatar a Wall Street y a la industria automovilística:
«Si basara mis decisiones en las encuestas», decía, «entonces el sistema bancario se habría derrumbado, y probablemente no tendríamos GM ni Chrysler, y no está claro que la economía estuviera creciendo ahora mismo».
Vuelvo a estas declaraciones previas porque el país todavía está luchando con las opiniones de Obama relativas al derecho de los musulmanes a construir una mezquita cerca de la Zona Cero. Era una estupidez clásica que cometer, políticamente hablando. Una Hillary Clinton, pongamos, habría sabido instantáneamente que la respuesta correcta es dejar este complejo asunto en manos de los funcionarios electos del consistorio de Nueva York. La Casa Blanca había adoptado esta postura hasta que Obama decidió, en principio, que tenía que pronunciarse en favor de la tolerancia.
Creo que el Presidente acierta en la cuestión de la mezquita (igual que en la sanidad o en sus esfuerzos de rescate económico). Pero el quid de la cuestión es que tenemos de verdad un líder que sigue haciendo lo inteligente en la administración pública (suponiendo que usted convenga con él) pero lo estúpido a nivel político.
A los políticos les gusta presumir con asiduidad de que en realidad no son animales políticos sino servidores públicos. Es casi un cliché político, acompañar una decisión timorata de la declaración: «No voy a hacer esto para ganar votos, sino porque es lo que hay que hacer».
Pero Obama es distinto. Realmente no parece disfrutar de la política, en un sentido general y crudo del término Por encima de todo, no necesita la atención pública en la forma en que han necesitado nuestros políticos más dotados y neuróticos — ambulatorios ambulantes como Richard Nixon o Lyndon Johnson o Bill Clinton. No le gusta la impulsividad; le gusta la reflexión y la meditación.
El limpio estilo estirado de Obama queda claro cuando uno se fija en aquellos que han prosperado dentro de su administración y aquellos que no.
Examinemos en primer lugar a la gente que salió rebotada. El delito más grave del Almirante Dennis Blair como director de Inteligencia, en la medida en que me toca, consistió en hablar demasiado durante las sesiones informativas, insertando lo que el presidente pensaba eran opiniones personales. La caída de Greg Craig como asesor de la Casa Blanca sigue siendo un enigma, teniendo en cuenta su talento legal, pero los críticos dicen que el comunicativo Craig se desenvolvía de forma desordenada.
Un ejemplo interesante de la capacidad de la administración para condensar grandes personalidades políticas es Richard Holbrooke, el coordinador especial para Afganistán y Pakistán. El estilo locuaz de Holbrooke es totalmente diferente al de Obama, y la Casa Blanca parecía estar a punto de prescindir de él a principios de este año cuando se rumoreaba que intervino la secretario de estado. Holbrooke ha estado muy controlado — sin causar problemas, pero no tan eficaz como debiera ser.
Veamos ahora a la gente que tiene el favor de Obama: el Secretario de Defensa Bob Gates, el Secretario del Tesoro Tim Geithner, Hillary Clinton. Son personajes discretos que no requieren de atención constante y que encajarían en una administración Republicana moderada con igual soltura.
Si el consejero de seguridad nacional Jim Jones (otro estirado) se marcha a finales de este año, corren rumores de que podría ser reemplazado por el General James Cartwright, actual vicepresidente del Estado Mayor. Su estilo informativo preciso y conciso ha impresionado a Obama. Y Obama ha terminado aceptando al General David Petraeus, puede que el informador más genial de los últimos tiempos, que podría rivalizar con Obama en un concurso de frescura.
Puede que a Obama, el anti-político, no le importe en realidad si sale reelegido, mientras haga lo que cree correcto. De alguna forma no me puedo imaginar a este presidente histórico retirándose para redactar artículos jurídicos especializados. Pero para tener posibilidades en 2012, va a necesitar a alguien capaz de vigorizarle, alguien que sepa jugar a la política con ferocidad — y que también sepa atraer votantes nuevos.
Sin duda es obvio que estoy describiendo el que sería el golpe maestro de la reelección de Obama: la Vicepresidenta Hillary Rodham Clinton.
David Ignatius