Nos hemos pasado media vida intentando encontrar a los superhéroes ocultos tras máscaras fantásticas o vestidos con trajes imposibles, de mallas, capuchas y antifaces. Los hemos imaginado arrancando el mal de nuestras vidas con acciones temerarias que incluían riesgos imposibles para cualquier mortal. Los hemos soñado sobrevolando nuestros cielos, percibiendo nuestros riesgos y atajando nuestros temores con una vigilia interminable.
Nuestros terrores crearon los mitos, que son los antecesores de los héroes que ahora habitan nuestras fantasías. Entre dioses y mortales anduvo la cosa en los precedentes de la reflexión intelectual. Y finalmente, fueron los mortales los que se hicieron con el control de las aventuras, y la literatura los ha ocultado entre hombres comunes durante muchos años, agazapados a la espera del momento extraordinario en el que son necesarios, prestos a rescatarnos de los malvados o para resolver los enigmas que atenazan a la humanidad en su conjunto.
A veces, niños y adultos confiamos nuestra esperanza a la aparición de un héroe o de una heroína que nos arranque de las fauces del mal y que nos devuelva la ilusión en un orden correcto en el que los peligros se difuminan y podemos confiar en que vivimos con seguridad.
Pero siempre hemos estado equivocados.
Los héroes de la mitología o de la literatura fantástica no reflejan ninguna verdad. No están hechos de una materia lo suficientemente real como para poder responder a nuestras necesidades. Y ese papel, entonces, lo ocupan otros héroes, otros personajes cuyas acciones lindan con la fantasía pero por el lado de la verdad más sólida. Y esos son los que nos hacen saltar las alarmas de corazón, nos conmueven, nos emocionan, nos hacen soñar despiertos. Incluso nos hacen llorar.
Viendo a Albert Vilalta y a Roque Pascual abrazarse a sus familiares y amigos de regreso a casa, en Barcelona, uno se da cuenta de que lo que define el heroísmo no es ni más ni menos que lo extraordinario hecho por las manos de la gente normal.
Los cooperantes, junto a Alicia Gámez, son héroes forjados con una materia cristalina, accesible para todos nosotros. De hecho, son como nosotros, pero capaces de sobreponerse a las realidades de la vida cotidiana y enfrentarse a ellas con la fortaleza inexpugnable de sus convicciones, su fe, su compromiso.
No son mejores por haber sufrido – ya lo he dicho en alguna ocasión-, lo son por haber asumido el riesgo y por precipitarse en un abismo con el único propósito de alimentar al que tiene hambre, vestir al que esta desnudo, dar cobijo a los desesperados y devolver la salud a los que padecen la enfermedad. No creo que haya mayor heroísmo que ese hecho con forma laica o religiosa -me es indiferente- y constituido por la razón más poderosa: la voluntad de hacerlo por el mero hecho de que está bien hacerlo. Sin otro beneficio.
No sé si en el currículo escolar de nuestros días se estudian los mitos y las leyendas. Pero sí sé que enseñar cuales son las cualidades del heroísmo, hoy en día, es una necesidad para hacer ciudadanos y ciudadanas mejores; entender esa facultad para la entrega a los demás como un bien colectivo que nos debe pertenecer a todos sería, sin duda, un primer paso no sólo para comprenderlos a ellos, sino para hacer de este solar en el que vivimos un mundo mas decente y mejor.
Bienvenidos Albert y Roque.
Rafael García Rico