Si el asunto no fuese un tremendo síntoma de degradación parlamentaria hasta tendría gracia el caos en la Comisión de Trabajo del Senado del pasado miércoles. Todos tenían prisa en marcharse pero ni sabían bien que enmiendas se habían aprobado o no, ni querían escuchar a la presidenta Lentxu Rubial (a la que se oye decir que no le hacen “ni puto caso”), ni mostraban una razonable preocupación por el tipo de trabajo realizado en cuestión tan importante como la reforma laboral. La senadora popular Sánchez Camacho se queja del cachondeo en torno a sus preguntas sobre lo que realmente ha ocurrido. Un colega de Rubial, a su lado, asegura que todo esto ocurre por no haber trabajado como es debido a lo largo de la legislatura y ella responde que, más bien, en la ponencia.
Los dos tienen razón. La reforma laboral precisaba un estudio más detallado, lo que no quiere decir más lento, en sede parlamentaria. Una cosa es que el Gobierno haya tenido que presentarla cuando fracasó el sistema de que se la presentaran sindicatos y empresarios y otra que, hasta ese momento –que se veía cada vez más incierto- no hubiera un trabajo más serio de clarificación legislativa y búsqueda de pactos políticos. La ponencia, por su parte, parece que se ha tomado el trámite como un reflejo: para unos, simplemente eso, un trámite que hay que pasar por encima del contenido; para otros, otro trámite, el de dar la impresión de que se busca el acuerdo, más allá de la coherencia y la pedagogía políticas que parecen convenientes.
Un espectáculo chungo, por tanto, que no es sólo una anécdota, sino un síntoma del modo de hacer política y del escaso papel que el sistema partidista y electoral vigente, da a los representantes de los ciudadanos, más sumidos en la maquinaria que preocupados por aportar, por saber lo que votan y por qué y por tener claro, antes de salir de las Cortes, que ha quedado de su trabajo para los ciudadanos.
Germán Yanke