“¿Ministro?, aunque sea de Marina”, dicen que dijo el inefable catedrático de Cristalografía Julio Rodríguez cuando Carrero Blanco le pregunto si quería entrar en el penúltimo Gobierno de la dictadura. Algo parecido debió pensar Celestino Corbacho, a la sazón alcalde de L´Hospitalet de Llobregat y presidente de la Diputación de Barcelona, cuando en abril de 2008 Zapatero le propuso el caramelo envenenado, todavía envuelto en celofán, que empezaba a ser el Ministerio de Trabajo. Su récord es de plusmarca olímpica: tomó posesión con 2.174.200 desempleados en España y lo deja en casi el doble: 3.969.661.
Celestino Corbacho, con cuatro mayorías absolutas a sus espaldas en catorce años en el Ayuntamiento de L´Hospitalet, ha cosechado no pocos fracasos al frente de Trabajo y tuvo que tragar quina aquellos días en que las vicepresidentas lo desautorizaban públicamente cuando en contra de sus afirmaciones Fernández de la Vela desmintió que fuesen a ser suprimidos los 420 € a los desempleados y, por otra parte, Elena Salgado le obligaba a aceptar el retraso de la jubilación de los 65 a los 67 años. Y qué decir de cuando justo un año después de su elección como ministro aseguraba en el Congreso que en ningún caso se alcanzaría la cifra de cuatro millones de parados. Que Dios le conserve la vista a este novicio de la prospectiva.
No representa, por tanto, ninguna sorpresa que de acuerdo con Zapatero y con Montilla Corbacho retorne a Cataluña para ocupar el número 3 de la lista del PSC. La enorme teatralidad de la política, y el cinismo añadido de los más osados, lo presenta como un refuerzo de la candidatura socialista a la Generalitat. Pero es lo cierto que sus credenciales como “ministro del paro” no podrán ser más perjudiciales para un partido que ya tiene todas las de perder en los comicios catalanes. ZP se queda como perro que le quitan las pulgas, y embosca en esta obligada sustitución la crisis que a la fuerza tendría que hacer si Trinidad Jiménez se alza con la victoria en las primarias madrileñas, y en todo caso acuciado por la necesidad de relevar a una parte de su Gobierno, literalmente achicharrado. La última opción, no descartable, sería el adelanto electoral si finalmente el PNV no acude en su ayuda y le salva la votación de los Presupuestos.
El todavía ministro de Trabajo –le queda por digerir la huelga general del 29 de este mes- es hombre de buenos modales que a buen seguro no ha bebido en las fuentes de la prudencia política, y de ahí algunos de sus derrapes más notables. La descoordinación de un Ejecutivo a la deriva le ha hecho caer en errores de bulto, sin que su mentor haya tenido la gallardía de respaldarlo aun cuando se equivocaba. Su buen cartel como primer edil municipal y cabeza visible de la Diputación de Barcelona ha quedado eclipsado en estos dos largos años de martirio con los Sindicatos abiertamente enfrentados a su gestión y condenado a galeras por la oposición y por la opinión pública que lo suspende en todo y lo relega al último puesto en la valoración de los ministros. No lo merecía su currículo, pero así es la política.
Hay pocas expresiones tan españolas, tan certeras y tan descriptivas de la circunstancia actual de Celestino Corbacho como aquella de que “ha quedado como Cagancho en Almagro”, cuando en agosto de 1932 protagonizó tal escándalo en la plaza de toros de la ciudad manchega que tuvo que ser sacado por la Guardia Civil después de que un piquete de Caballería irrumpiera en el coso para disolver a la multitud que quería linchar al gran matador trianero que era Joaquín Rodríguez.
Con los debidos respetos a un ministro de un Gobierno de la democracia y a sus méritos anteriores como servidor público, creemos que el símil le viene al pelo al señor Corbacho, por mucho que en Cataluña sea políticamente incorrecto mentar la soga en casa del ahorcado.
Francisco Giménez-Alemán