Habemus reforma laboral. Reclamada por empresarios y economistas, planteada como la madre de las reformas pendientes, y que a nadie convence. Ni colma las pretensiones más exigentes para la flexibilización del mercado ni los sindicatos empañaron sus quejas con las carantoñas de dirigentes socialistas en las minas de Rodiezmo (León). El acto de calentamiento de la huelga del 29 en Vista Alegre clamó contra la reforma. Los líderes sindicales tuvieron que oír algo que quizá no querían: “Zapatero, dimisión”. La plaza de toros ardía para calentar motores hacia una incierta huelga general.
Si el Gobierno pretendía instalarse en zona neutra ante el liberalismo del PP y un sindicalismo de exigua afiliación, no ha logrado su propósito. O se pasa (para los sindicatos) o no llega (para otros sectores empresariales y políticos). Finalmente, el Congreso aprobó el texto definitivo sólo con las enmiendas del PSOE (y una del BNG) introducidas en la Cámara Alta. Tampoco el PP –receloso en su trastienda- propaga su fórmula con decidida intensidad: qué cosas (de la reforma) son necesarias, cuáles contraproducentes.
La cuestión es atinar, desistir de una demagogia que tira por elevación y niega el desangre. Se subraya en titulares la penalización a los parados que rechacen un curso de formación en 30 días, gesto de firmeza ante un supuesto fraude, al tiempo que se rebaja el nivel de cualificación profesional del parado para el derecho a rechazarlos. Salsa envolvente. Tampoco se tiene en cuenta su tiempo de cotización: lo mismo da que lleve diez meses que diez o veinte años, ni se revisa la duplicidad de otras ayudas sociales, ante el riesgo cierto de que se vacíe la bolsa. Brocha gorda: cantos de sirenas para hacer ver que se hace lo que hay que hacer frente a lo que se debe hacer.
Otro punto de vista. Un recién parado acude al INEM, donde expone su intención de trabajar de forma autónoma y renunciar, por tanto, al subsidio que le corresponde. Consulta si, en caso de mala suerte, si esos “trabajillos” ( sin contrato laboral) que tiene en cartera, por los que pagará sus correspondientes impuestos, no surgen en meses venideros, podría entonces recurrir al subsidio de paro. La respuesta es tajante: En tal caso, no puede recuperar su asignación de parado. O se queda en el INEM, aún queriendo trabajar, o se arriesga a lo que la suerte le otorgue en el mercado laboral en crisis. “De acuerdo, pues, cobraré el desempleo”, concluye el trabajador, mientras oscila entre la frustración y una pizca de fantasía ante unas tentadoras (aunque pobres) vacaciones. ¿No faltarían normas para valorar estos impulsos de seguir trabajando, sin que fuera penalizado el desempleado?
Propuestas claras. Tampoco se entiende que siga sin abordarse la preocupante curva descendente de la natalidad española –no sea que se confunda con denostadas orientaciones religiosas en las mujeres- que ayudaría a equilibrar el desfase entre las clases activas y pasivas; ni se impulsa que un parado se arriesgue a ser autónomo, pues queda excluido del régimen común hasta que fuera recuperado por otro empleo incierto o en la jubilación.
Chelo Aparicio