Anda el patio revuelto con el anuncio realizado por la presidenta de la Comunidad de Madrid en el sentido de que se ajustarán las horas que los delegados sindicales dedican a sus tareas a las efectivamente reconocidas por la ley, a fin de minimizar los costes que lleva aparejada la sustitución de tales horas por trabajadores eventuales. La falange de enemigos acérrimos y viscerales de la Sra. Aguirre, que no es escasa, especialmente en la profesión periodística, no ha dudado en lanzarse a la yugular de Doña Esperanza desacreditando lo que parece una medida sensata de aplicación de la ley en beneficio de la economía, para calificarla sin reparos de cruzada antisindical. Con el fin de subrayar el argumento, muchos de los lanceros de este singular escuadrón no han dudado en acudir al paralelismo con el enfrentamiento que en su día mantuvo Margaret Thatcher con los sindicatos británicos agrupados en el TUC, al parecer con un ánimo ofensivo que probablemente la destinataria del mismo tornará en halago.
En general estas evocaciones históricas vienen empañadas en una pastosa niebla conformada, en perfecto equilibrio, por el odio sectario y la ignorancia histórica, de suerte que se presenta la actuación de la hoy Baronesa Thatcher como una mezcla de reformas que recortaban derechos sociales con un obstinado pulso para torcer el brazo de los sindicatos. La realidad de aquel año 1984 y el episodio de la huelga de los mineros (que pretendían dejar sin calefacción a todo el país), fue bien distinta y traía causa de más atrás, en la década de los 70, cuando el poder político de los sindicatos británicos era omnímodo porque, por un lado habían tomado virtualmente el Partido Laborista (aquellos carnés con la cláusula cuarta) y por otra parte tenían subyugado a cualquier gobierno tory con la coacción de sus movilizaciones salvajes. El final del decenio vino marcado por el Invierno del Descontento, aquellos meses de huelgas interminables de los servicios públicos, con toneladas de basura apiladas en las calles e incluso con el macabra escena de los muertos sin enterrar en Liverpool por el paro en el servicio funerario.
Con estos antecedentes, lo único que hizo Margaret Thatcher fue aplicar una serie de reformas tan evidentes desde el punto de vista de la tutela del interés general como la prohibición de los flying pickets, esas escuadras de choque que, con estrategias de guerrilla urbana, se aseguraban de paralizar los núcleos vitales (comunicaciones, transportes…) –práctica que paradójicamente sigue siendo generalizada en España- o como la obligación de que la decisión de ir a la huelga fuese adoptada por votación secreta a través de una urna. Supongo que a algunos de nuestros más rancios sindicalistas les parecerá que no poder promover una asamblea de huelga con votación a mano alzada y la pertinente coacción violenta a los esquiroles es todo un ataque a la libertad sindical, pero no hace falta ser un genio para intuir que lo único que se persigue con este tipo de medidas es proteger de igual modo a los que quieren ejercer su derecho a la huelga y los que quieren ejercer su derecho a trabajar. Y esta en esta “cruzada” no estaba sola la Baronesa, sino que canalizaba un sentimiento de desencanto muy extendido entre los trabajadores británicos, fruto del desamparo que percibían en una situación de grave crisis económica, en la que los Trade Unions se habían convertido en un poder autónomo que sólo velaba por sí mismo. Baste recordar que otro de los privilegios suprimidos por la Thatcher fue la closed shop, que obligaba a afiliarse a un sindicato a quienes buscaban trabajo en un sector específico. De hecho los niveles de afiliación sindical cayeron a la mitad al final de los ochenta, porque los trabajadores dieron la espalda a tales organizaciones e incluso el Partido Laborista pudo independizarse de la losa sindical, deshacerse de Neil Kinock y abrir el camino de transformación que culminaría en uno de sus más largos períodos en el 10 de Downing Street.
No creo que Aguirre haya abierto una guerra contra los sindicatos. Pero lo cierto es que las actuales organizaciones sindicales llamadas mayoritarias adolecen de una serie de defectos, algunos similares a los de la Inglaterra de 1980, que las hacen poco atractivas a los ojos de muchos trabajadores españoles, sin necesidad de campañas de la Presidenta. Nuestros sindicatos tienen unos niveles de afiliación bajísimos en términos comparables de la OCDE y suplen esa escasa representatividad real con la representación formal que por ley tienen atribuida en la negociación colectiva. Su sustento económico no proviene de las cuotas de sus pocos afiliados, sino de las generosas asignaciones, directas e indirectas, del presupuesto público. También hay que subrayar que dicha falta de representatividad y autonomía se pueden predicar en iguales términos respecto de las organizaciones empresariales mayoritarias, dirigidas por empresarios que nunca lo han sido o cuya trayectoria es manifiestamente mejorable. A ello se añade en el caso de los sindicatos la sensación de que ellos mismos, o cuando menos sus líderes, han dado una cobertura rayana en la complicidad a un gobierno inepto que negaba la crisis y se resistía a afrontarla mientras ésta se cebaba de forma dramática con los trabajadores. Además existe la impresión de que sólo por guardar las formas y aparentar lo que no son, al estilo de los sindicatos verticales y su revolución pendiente, han terminado por convocar una huelga general que parece más dirigida socavar a la oposición que al gobierno cuyas medidas se cuestionan, al menos si atendemos a la estrategia de comunicación audiovisual con la que calientan motores.
Pienso que Esperanza Aguirre no ha iniciado ni pretende iniciar una guerra contra los sindicatos pero, si lo hiciese, a lo mejor encontraba un apoyo similar al que en su día suscitó Margaret Thatcher en el Reino Unido, cuando no hizo otra cosa que canalizar y liderar un sentimiento ampliamente extendido. Tal vez deberían los sindicatos españoles buscar dentro de sí mismos para encontrar las razones de esa corriente antisindical que denuncian y tomar las medidas pertinentes para crear una verdadera base social, en vez de buscar chivos expiatorios y enemigos externos. Cuando al final del conflicto preguntaron a la primera ministra quién había ganado, respondió que, si había algún vencedor serían los mineros, los estibadores, los camioneros, los ferroviarios, los trabajadores de las centrales eléctricas y en suma, todos aquéllos que, en mitad de una larga y salvaje ofensiva del TUC, habían conseguido incluso incrementar el PIB británico en dicho período. Y realmente así fue percibido por una gran parte de los que vivíamos entonces en Gran Bretaña.
Juan Carlos Olarra