«Aquí se quedan los guapos y nos marchamos los buenos». Lo dijo José Antonio Labordeta al abandonar su escaño en el Congreso. Y como en tantas cosas que sacaba de su mochila no le falta razón. Vivimos la época de los políticos prescindibles y anodinos, regidos por el cálculo homogeneizador de los asesores. Un tipo culto, concreto y cascarrabias como Labordeta no cabe en la política de la medianía. Ni tantos otros. Es sólo para guapos, canon clase media con un punto nuevo rico.
A Tomás Gómez le han rasurado las patillas. Sus asesores creen que un político de trajes oscuros entallados, descorbatado, motero y de mejilla pilosa se parece demasiado a tipos como Nick Cave, la clase de rockero que a una madre aún no le gustaría de yerno. Gómez, resignado, se ha resistido menos al afeitado de patillas que a los designios de Zapatero. De recortar las patillas a limar las ideas va un paso. Para poder, el de los asesores y las encuestas.
Labordeta se nos fue y ya nadie mandará a la mierda a los cobardes protestones desde la tribuna parlamentaria. Los diputados hurtan sus vergüenzas en el hemiciclo porque los medios no retransmiten el sonido ambiente. Varios políticos han sugerido a las sucesivas presidencias de la Cámara abrir los micrófonos para vergüenza de quienes se refugian entre el coro, conscientes del silencio televisivo que amortaja al enojado en el estrado. Pero no hay democracia con cuajo para tanto grito.
El escritor Martin Amis emprendió hace años una guerra contra el cliché en la literatura. Nosotros deberíamos declarar otra contra los guapos y sus asesores. Esos que nos condenan a la política de la imagen y la partitocracia de la medianía. No vaya a ser que la inteligencia se haga insoportable al electorado o Labordeta se la lleve en su mochila con la bravura de la personalidad.
Juan Varela