Quienes hayan tenido la paciencia de leer los artículos que firmo en ESTRELLA DIGITAL habrán comprobado que no tengo reparo a la hora de escribir lo que pienso. No he escatimado críticas a políticos socialistas y populares y, desde la independencia que me da el sentido que tengo de mi profesión y mi personal criterio, también en este asunto, voy a decir lo que honestamente creo.
Sé que, al escribir estar líneas, me voy a meter en un lío.
Como periodista, ciudadano de un país de derecho, miembro de la Unión Europea y conocedor del contenido en el Tratado de Lisboa, no me cabe duda de que la libertad de movimientos resulta sagrada.
Estos días he leído y escuchado en diferentes foros lo “malvado” que es el Presidente de la República francesa por las deportaciones de gitanos rumanos y las críticas al PP de Cataluña por los “guiños” que ha hecho, de modo especial en Sabadell, contra la estancia de miembros de esta etnia procedente de Rumanía.
Que si racismo, que si xenofobia, que si intransigencia…
Yo no soy racista, tengo pruebas; tampoco soy xenófobo, también las tengo; y en cuanto a intransigente, me precio de no serlo.
Pero estamos hablando de otra cosa.
Quienes tratan de elevar este problema a la máxima concepción de los derechos tienen toda la razón y argumentos para hacerlo. Sin embargo, aquí hablamos de la vida cotidiana. Sí, la del día a día. La de llevar a los niños al cole, la de ir a comprar, la de detenerte en un semáforo, la de pasear por tu calle… Y no lo digo como quien quiera meter la cabeza debajo del ala ante la realidad.
Ya sé que me voy a meter en un lío.
Me gustaría ver a los defensores de los derechos de la libre circulación de personas viviendo en mi barrio. Aquí, y no diré donde, al menos medio centenar de miembros de esta etnia de origen rumano, amedrentan a conductores y peatones y se dedican al “descuidero”, en algunas ocasiones con violencia. Aquí, y no diré donde, utilizan las muletas para “pedir” y las liberan cuando han hecho la “recaudación”. Los dueños de bares y cafeterías les temen porque, en cuanto no están atentos, ya se la han “metido doblada”. Y como no tienen residencia, los parques de mi barrio, permanecen ocupados de “campamentos” donde, desde hace ya mucho tiempo, ha dejado de crecer la hierba. Los despojos, excrementos y suciedad son una triple constante. Diaria y a la vista.
Ni ellos hacen nada por la integración, ni las tres instituciones, Ayuntamiento, Comunidad de Madrid y Ministerio de Políticas Sociales mueven un dedo para integrarlos. Para estos organismos es un problema que, únicamente, se ve en los semáforos. Pero hay mucho detrás.
Es verdad que para todas las personas que tienen que salir de su país –por motivos políticos, sociales, económicos-, es una autentica desgracia, pero no es menos cierto que tienen que procurar arraigarse en el país de destino, adaptarse, conocer y practicar las normas de convivencia. Nadie ha elegido su lugar de origen.
Resulta una obviedad decir que España ha sido, históricamente, un país de emigrantes, pero ese argumento, a mi juicio, no es válido para lo que nos ocupa. Estamos ante otro tipo de inmigrantes.
Resulta muy fácil hablar de derechos y, como bien sabemos, los derechos y libertades individuales terminan donde empiezan los de los demás. Bien es cierto que no es lo mismo hablar de democracia en sentido objetivo, cuando los hechos nos afectan directamente, que en sentido subjetivo cuando buscamos las teorías. La capacidad de abstracción se da mucho en las grandes ideas sociales, pero bien distinta es la realidad.
Espero críticas, pero a los grandes gurús de los derechos europeos les diría que se pasen por mi barrio. Y luego hablamos.
Alfonso García