Era, tal vez, inevitable: 20 meses en Washington, y David Axelrod se ha contagiado.
Esta notable revelación tenía lugar la tarde del lunes, en una entrevista webcast con Mike Allen, del Politico, que destacaba que el principal estratega del Presidente Obama «parecía espigado» y preguntaba a Axelrod su secreto.
«Bien, el verdadero secreto», explicaba el nuevamente desgarbado Axelrod, es que «el primer día de vacaciones me puse enfermo y supe que tenía un parásito».
¡Oh no! ¿Era un lobista? ¿Un contratista de la defensa? ¿Uno de esos desagradables arribistas sociales?
«Quiero dejar claro», continuaba Axelrod, «que esto sucedió fuera de Washington. «No es una declaración de Washington que tenga un parásito».
Bien, nosotros los de la capital nos sentimos aliviados de saber que no somos el origen del desorden intestinal de Axelrod. Pero si Washington no se cobró esos dos kilos del armazón de metro noventa que es Axelrod, esta ciudad sí privó a Axelrod y a su jefe de algo más: la noción de que iban a llegar y la cultura política cambiaría.
En ese sentido, Axelrod, que hace unos días anunciaba que vuelve a Chicago en primavera, se marcha derrotado. No es una derrota electoral realmente: aunque los Demócratas se llevarán probablemente una paliza el día 2 de noviembre, las esperanzas de Obama en 2012 mejorarán desde luego con el ciclo económico.
Más bien es la noción de que Obama, que la noche de las elecciones declaró que «el cambio ha llegado a América», no ha logrado convencer a sus paisanos de eso. El sondeo Washington Post/ABC News de este mes concluye que una mayoría, el 53%, está seguro de que Obama ha fracasado a la hora de llevar «el necesario cambio a Washington».
La confesión de Axelrod con Allen, justo después de su anuncio de que se marcha, equivale a una entrevista de despedida del asesor del bigote. El hecho mismo de que participara en un acto patrocinado por el Politico (con Google) fue prueba de que ha capitulado a la cultura política que sus colegas y él prometían cambiar.
En tiempos se jactaron de poder llegar directamente a los votantes, pasando por alto la obsesión de los medios con la política de apuestas. Pero ahí estaba Axelrod rindiendo pleitesía a un medio de comunicación que suscribe alegremente la carrera.
«Sí me frustra la clase de patología colectiva de Washington en ocasiones», decía a Allen, «el quién es popular y quién no, y verlo todo a través del prisma de la encuesta más reciente y las últimas elecciones. No estoy mirando a nadie, Mike».
Allen señalaba que el bando de Axelrod ha rentabilizado esos asuntos patológicos.
«Claro, pero la idea de fondo, es un momento muy crítico en la historia de este país», respondía. «Y no deberíamos canalizarlo todo simplemente a esa especie de sumidero de la política. Cuando la gente me pregunta por Washington, yo digo lo que solía decir mi madre cuando era pequeño: Te quiero, sólo odio algunas de las cosas que haces».
En un perfil inteligente y acertado de Axelrod publicado en el último número de The New Republic, Noam Scheiber describe a un Axelrod idealista que se vuelve «muy austero», en palabras de un colega de la administración, a causa de la cultura de Washington. La campaña que diseñó para que Obama compitiera en
Washington en 2008 se dio de bruces con la negociación política imprescindible en Washington para tramitar asuntos como la reforma sanitaria en el Congreso. Como escribe Scheiber: «Durante la campaña en los primeros meses de la administración, era posible creer que Obama no tendría que elegir entre sus objetivos entrelazados de tramitar la legislación y domesticar a Washington. Pero con el tiempo, una combinación de factores estructurales (el requisito práctico de los 60 votos en el Senado) y las circunstancias (un Partido Republicano decidido a oponérsele a cada oportunidad) hicieron ineludible la elección».
De forma que Obama prescindió de domesticar la cultura política, y Axelrod se vuelve a casa lejos de lo que llama «el gallinero de Washington» sin el cambio al que aspiraba. «Algo que tengo más presente que nunca», decía a Allen, «es que hay un diálogo en esta ciudad diferente al que se escucha en, digamos,
Manny’s, el local por donde me dejaba caer en Chicago. La gente no habla, odio decir, acerca del Politico mientras come. En Chicago se habla de los hijos y de cómo pagar las facturas y de cómo va el negocio y las cosas normales que preocupan a la gente».
La promesa de Obama de cambio en Washington era una idea noble, pero en última instancia ingenua (si pensaba en serio poder arreglar esta ciudad) o cínica (si sabía que no iba a poder pero dijo a los votantes que podría). Es desafortunado, pero probablemente inevitable, que Axelrod se marche sin haber hecho de Washington algo más parecido a Manny’s.
Dana Milbank