El ministro Gabilondo dice que hablar de ETA se puede hablar, pero con mesura y responsabilidad. Está bien la aclaración aunque uno se pregunta de qué podría hablar un ministro, si las cosas de la política fueran medianamente normales, sin responsabilidad y mesura. Lo malo de tanta profusión no es tanto, o no es sólo, crear expectativas, sino rendirse a la tentación, sin más, de hablar ahora de ETA, como si no se pudiese estar en la vida pública sin echar tres cuartos al pregonero y decir algo que se merezca un titular. Muchos no deberían hablar de ETA, por muy estupendos que se pongan, porque, sencillamente, no tienen nada que decir, nada nuevo, nada interesante.
Luego vienen los informes policiales, como el que se conoció ayer, y se termina pensando que más valdría que muchos, ministros o no, se callaran, que, si es que así ha ocurrido, tiene razón el vicepresidente pidiendo, en este plano inclinado de la verborrea, un poco de silencio. Si preguntas a los miles de portavoces de este particular «proceso» qué es exactamente lo que pasa, lo que ha cambiado, lo que pueda ocurrir mañana, te das cuenta de que, salvo contadas excepciones, no tienen ni idea, hablan de oídas. Nunca hubo tan poco espíritu crítico sobre una cuestión de actualidad, tanta fe en el dogma que le cuenta. Y da igual, para esta pasión absurda, que el interlocutor quiera convencernos de que el Gobierno se ha rendido o de que es la banda terrorista la que lo ha hecho.
Así que es mejor leer el informe policial y recelar del afán de aventura de los ignorantes. ETA, hasta hoy, no ha dado ni un ápice de muestra de que vaya a desaparecer por iniciativa propia. Lo que si convendría decir, y repetir, es que la política antiterrorista no va a cambiar un ápice.
Germán Yanke