jueves, noviembre 28, 2024
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La farsa de la ética del Congreso

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El proceso a Charlie Rangel arrancaba con una advertencia de la secretario del comité deontológico de la Cámara Zoe Lofgren, D-Calif., de que la cuestión se conduzca «con la dignidad y el decoro acordes a cualquier comparecencia ante la Cámara de Representantes».

Hablando de bajar listones.


A los pocos minutos del inicio de la vista la mañana del lunes, el proceso degeneraba precisamente al nivel de la dignidad y el decoro que nos hemos acostumbrado a esperar de nuestros legisladores.


Rangel solicitaba inmediatamente un aplazamiento — al margen de que el Demócrata de Nueva York hubiera pasado los tres últimos meses exigiendo que la vista fuera sobreseída. El caballero que hasta hace nada tenía la última palabra sobre cientos de miles de millones de dólares en calidad de secretario del Comité de Asignaciones decía ahora ser demasiado indigente para contratar un abogado. Transcurrida una hora de la audiencia que había exigido él durante tanto tiempo, Rangel anunciaba que se largaba.


«Protesto por la vista, y yo, con el debido respeto, puesto que no tengo defensa que me asesore, voy a tener que excusarme de esta vista», decía a sus ocho colegas, que tenían expresiones de sorpresa y diversión.


Tras la salida, Rangel trataba a la prensa que le perseguía por los pasillos con más de su teatralidad sobre justicia e igualdad. Los miembros del comité se reunían en privado, decidiendo luego seguir adelante con el proceso a Rangel in absentia, igual que si fueran un tribunal de La Haya que juzga a un criminal de guerra por lo penal.


No se trató sino del sainete más reciente de la farsa conocida como deontología legislativa. Las normas son tan flexibles, y la implantación tan poco escrupulosa, que ni siquiera las instancias que se prestan abiertamente al tráfico de influencias son procesadas. Y no hay indicios de que la situación vaya a mejorar, dado que figuras clave hacen ruido acerca de abolir la nueva Oficina de Ética del Congreso, una entidad semi-independiente diseñada para hacer más transparentes los expedientes deontológicos.


Ahora llega Rangel, que parece decidido a llevarse con él cualquier resquicio de credibilidad que le pudiera quedar al comité deontológico. «Se me está negando el derecho a un abogado», informaba al comité con indignación escandalizada.


«Usted puede contratar a quien quiera como abogado», le decía la secretario. «Es cosa suya».


Hay cierta verdad en la queja de Rangel. Su bufete, Zuckerman Spaeder, se retiró del caso después de que la fecha de su vista fuera fijada, y después de que Rangel les hubiera abonado por lo menos 1,4 millones de dólares. (El bufete dice que «no pretendió poner fin a la relación»).


A Rangel, tras una dura campaña por la reelección (y la pérdida de importancia recaudadora de fondos vinculada a su presidencia en el comité) no le queda mucho dinero de campaña para pagar otro abogado, y el reglamento de la Cámara le impide aceptar un abogado de oficio. (El conocido abogado criminalista Abbe Lowell, sentado entre la familia de Rangel durante la vista la mañana del lunes, se mostró dispuesto a hacerse cargo del caso por unos honorarios simbólicos).


Aún así es difícil sentir pena por Rangel. Puede pagar la defensa vendiendo su mansión en la República Dominicana (aquella por la que se le acusa de defraudar impuestos — uno de los 13 cargos presentados en su contra). O podría haber mantenido mejores relaciones con su equipo legal en lugar de rechazar públicamente su consejo durante un discurso en el estrado de la Cámara.


Rangel entró en la sala de vistas — una estancia muy inferior a su antigua guarida de Asignaciones — con una corbata de rayas tan llamativa como la carta de ajuste. Rangel sonreía igual que si llegara a un cóctel de bienvenida, y luego permaneció en las inmediaciones de la mesa de la defensa hasta que entraron los miembros del comité, cinco minutos más tarde.


Tras la lectura de apertura, Lofgren preguntaba a Rangel, solo en la mesa de la defensa, si tenía un abogado. El legislador de 80 años de edad interpretaba esto como una invitación a dar un discurso. Dio lectura a una larga denuncia del proceso y la reafirmación de su inocencia. Tras varios minutos de esto, la secretario le interrumpía. «¿Sr. Rangel?»


«Si la secretario está sugiriendo que concluya mi alegato», decía Rangel — Lofgren asentía — «entonces lo haré». Pero no antes de hacer otro, invocando éste su servicio a la nación en tiempo de guerra y su labor durante la década de los 60 en la Legislatura de Nueva York.


La acusación trató de que se aceptaran sus 549 pruebas. «¿Hay inconveniente?» preguntaba Lofgren.


Rangel interpretó esto como la entradilla para pronunciar otro largo discurso. Lofgren interrumpía al cabo de un rato. «Sr. Rangel, si pudiera sentarse», solicitaba.


Rangel, ignorando a la secretario, permaneció de pie — la postura predilecta de un caballero que estaba a punto de hacer mutis por el foro.

Dana Milbank

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