En el año 1973 tuvo lugar el atraco al banco Kreditbanken en Estocolmo. El asaltante retuvo como rehenes las personas que en aquel momento se encontraban en las oficinas de la entidad -tres mujeres y un hombre- durante un plazo de seis días. Cuando se produjo la actuación policial encaminada a liberar a los secuestrados, con uso de armas de fuego y gases lacrimógenos, una de las mujeres se resistió al rescate y posteriormente se negó a testificar en contra del atracador. Todo ello a pesar de que el delincuente había disparado en varias ocasiones contra la policía y estuvo a punto de matar a dos de ellos, además de haber amenazado con estrangular a los cuatro rehenes a la vez si se usaban gases.
Desde entonces se conoce como Síndrome de Estocolmo la reacción psíquica que algunas personas secuestradas experimentan durante su traumática experiencia y después de la misma, que se concreta en una empatía hacia el captor y un correlativo rechazo hacia el rescatador (En el caso límite de Patty Hearst la víctima acabó uniéndose a la organización criminal de los secuestradores).
Existen múltiples estudios que tratan de esclarecer cuáles puedan ser las causas de tales reacciones. Las respuestas varían. Algunas se refieren a cuestiones de cierta profundidad psicológica, como el paralelismo con la conducta infantil por virtud de la cual el niño reacciona al enfado de sus padres tratando de complacerlos, o la necesidad de buscar una explicación racional a una situación insostenible, que lleva a la identificación con el sentido de las acciones del secuestrador (sobre todo en secuestros con aparente motivación ideológica). Otras son más intuitivas o reflejas, como la coincidencia de objetivos inmediatos entre secuestrador y secuestrado (básicamente poner fin al secuestro sin mayores consecuencias) o el puro instinto de supervivencia que aconseja con lógica que es más probable salir con vida del paso si se accede a los deseos de los secuestradores.
En estos días da la impresión de que las autoridades de Irlanda pasan por un tipo de cuadro psíquico similar y, a pesar se ser el país presa de un monstruoso déficit público que atenaza y amenaza su economía, se resisten de modo insistente a cualquier intento de rescate por parte de la Unión Europea. Parece que las causas de dicho rechazo son diferentes de las que hemos expresado anteriormente y tienen que ver más, por una parte, con el pavor a reconocer la gravedad de la situación y el temor a que se resucite el antimito de los PIGS –cosa prácticamente inevitable al día de hoy- y por otro lado con la conciencia de que no es la economía pública la que requiere asistencia, por cuanto que el gobierno irlandés ha hecho un notable esfuerzo de ajuste presupuestario (sin duda superior al nuestro), sino el sistema financiero, cuyo rescate por parte del las autoridades de Eire ha llevado al insoportable desbalance de las cuentas públicas. Pero no estamos para sutilezas, y la realidad es que Irlanda está al borde de la bancarrota, por lo que precisa imperiosamente ser rescatada, aún en contra de su voluntad. Es indudable que estamos iniciando la senda correcta, pero no podemos caer en falsos providencialismos.
Como dice el viejo proverbio irlandés God is good, but never dance in a small boat.
Juan Carlos Olarra