Encauzado, más allá de las pequeñas miserias del oportunismo, como un asunto de Estado, el problema del terrorismo alumbra su final con cierta unidad democrática y una eficaz estrategia policial. La sociedad civil ausente de los conflictos pequeños elevados a la categoría de dramas entre partidos, se ha sobrepuesto hace ya mucho tiempo a las admoniciones de algunos resentidos que, como bien decía González, ven con cierto abatimiento el final de su espacio político, el que habrá de desintegrarse con la misma fuerza que lo haga la violencia criminal.
Pero la democracia, treinta años después del bochorno del golpe de estado, padece de otra singular violencia que no se ataja con los mismos criterios de proporcionalidad a la hora de definirlo que el ya citado del terrorismo. Se trata de la violencia de género, la que mata a mujeres por el hecho de serlo, sin más culpa que la de vivir en el entorno de unos criminales que pasan por ser sus seres queridos.
Echo en falta un compromiso sincero y eficaz de las fuerzas políticas para responder a esta violencia feminicida que amenaza con convertirse en algo más que una costumbre, y que puede cegarnos hasta el punto de asimilarla como un hecho tan inevitable como las muertes por enfermedades graves.
Creo que la terrible cifra que podemos constatar a día de hoy – 13 mujeres asesinadas- obliga a los poderes públicos a un pacto de estado que, superando mezquinas disputas políticas, acometa con la autoridad moral que se merece la responsabilidad de frenar esta barbarie que nos humilla a todos como sociedad.
Así pues, políticos y organizaciones sociales, la administración territorial y la Justicia deberían actuar ya sobre bases sólidas para hacer el trabajo que les corresponde en defensa de las mujeres en peligro y de los valores de una sociedad que merece algo más que esta insoportable asistencia al drama del crimen y el horror que amenaza con ser el mayor cuentagotas de asesinatos de este tiempo.
Rafael García Rico