He contado muchas veces como conocí a Benedicto XVI. Corría el otoño del año 1962, y en Roma se celebraba la primera sesión de aquel concilio que en 1959 había convocado el Papa Juan XXIII. Entre los participantes en el mismo, un joven Profesor de Teología de la Universidad de Bonn, Joseph Ratzinger, que acababa de obtener su cátedra y a quien el Cardenal Frings, arzobispo de Colonia, había llevado consigo como uno de sus asesores.
Por mi parte, yo me encontraba en Bonn realizando estudios de postgrado con los Profesores Jedin, Barion y Conrad, de aquella misma Universidad, experto el primero en Historia de la Iglesia, el segundo en Derecho Canónico y el tercero en Historia del Derecho, las tres materias en las que se ha movido siempre mi especialización científica.
La primera sesión conciliar había concluido, y los asistentes a la misma regresaron a sus puntos de origen. Y un buen día, al pasar por un corredor de la Facultad, vi un cartel en una vitrina: “A su regreso de Roma, el Prof. Ratzinger, Perito conciliar, dará cuatro lecciones sobre el Concilio Vaticano II. Tendrán lugar los días …….., a la hora ……., en el aula ……”.
Como el tema del Concilio era entonces de plena actualidad, el anuncio me interesó, aunque yo del conferenciante no había oído hablar en mi vida; aquélla era la primera vez que tuve noticias de su existencia. Y, seguidamente, el primer día de los programados me dirigí al lugar de la conferencia, con diez minutos de anticipación sobre la hora prevista, lo que, según mis cálculos, era tiempo más que suficiente para encontrar un buen asiento en el aula. Pero tales cálculos, hechos “a la española”, no resultaban válidos “a la alemana”. Cuando llegué, me encontré con una larga cola que compraba las entradas en una mesita situada a la puerta del aula, y con que ésta estaba ya llena casi a rebosar.
Lo de pagar para oír una conferencia universitaria era totalmente nuevo para mí, pero no debía sorprenderme, en un país como la Alemania de entonces, en que tú le pedías al salir de clase un pitillo a un compañero y éste sacaba la cajetilla, te daba uno y te lo cobraba; en que para subir a una casa de pisos en el ascensor y no por la escalera tenías que echar una moneda en la maquinita ad hoc; y en que, en la residencia de estudiantes, para ducharte con agua caliente, también tenías que depositar tu moneda en la ranura correspondiente.
Me puse, pues, en la cola. Y cuando quedábamos en la misma quince personas, las puertas se cerraron y la mesita se retiró; ya se habían vendido todas las plazas disponibles en el aula. De los quince que nos quedamos fuera, catorce eran alemanes y uno español. Los alemanes se retiraron a sus quehaceres. El español saltó por una ventana, se coló en el aula, se puso en un rincón, y nadie le dijo nada.
Escuché al Profesor Ratzinger. Me deslumbró. En especial me llamaron la atención su claridad y su sistemática; aquello era una muy valiosa lección de cátedra. Retorné los días sucesivos, adquiriendo ya con tiempo mi entrada, y me confirmé en mi idea: estaba ante un maestro que, a sus treinta y cinco años, conocía a la perfección no sólo la ciencia que enseñaba sino muy en especial el arte -nada fácil- de enseñarla. A lo largo de los meses siguientes, de vez en cuando asistí a sus habituales lecciones en la Facultad teológica. No iba a aprender teología, que no era mi campo de estudio, sino a aprender a dar clase. Y a fe que aprendí bastante de aquel profesor tan cercano a sus alumnos y a la vez tan riguroso en la exposición de la ciencia.
No volví a verle hasta que, Cardenal ya, recibió en la Universidad de Navarra un Doctorado Honoris Causa. Me desplacé a Pamplona sólo para volver a encontrarle; él, naturalmente, nada sabía de mí, pero yo quería comprobar si seguía siendo el mismo profesor que yo conociera cuarenta años antes. Y sí. La misma lucidez de las ideas, la misma claridad metodológica en la exposición, la misma cercanía intelectual y humana a su auditorio. Para un profesor universitario como yo, el modelo de lo que debe ser mi profesión seguía vivo y vibrante.
Luego fue elegido Papa.
Alberto de la Hera