La revuelta en Libia se ha convertido en una guerra civil. Adeptos a Gadafi y opositores se atacan parapetados en improvisadas trincheras. El coste en vidas humanas es inmenso y los ciudadanos que pueden escapan del horror a modo de éxodo. La frontera con Túnez está desbordada y los países más próximos a Libia temen a su vez nuevas oleadas de inmigrantes. Además, y en muy último lugar hay que añadir el coste económico que la situación de Libia está generando para muchos países, entre ellos el nuestro. España es el país europeo que más petróleo libio importa.
El panorama a corto plazo es desolador, tan desolador que apenas hay rendija para pensar en el medio plazo. Nadie es capaz de aventurar cómo será el futuro de un país sin Estado después de cuarenta años bajo el mandato dictatorial de un personaje como Gadafi. En su locura se atreve a desafiar a Estados Unidos y a la OTAN. Si interviene habrá más muertos, ha dicho.
Libia en sí misma es un elemento de preocupación, pero a donde se mira con ribetes de pavor es a Argel. El miedo al factor contagio está presidiendo muchas reflexiones e incluso las medidas de ahorro energético lanzadas por el Gobierno, medidas que resultan cuando menos llamativas porque la rebaja en el límite de velocidad suena casi a broma si no fuera porque es verdad. Reconsiderar el innecesario cierre de Garoña supondría ahorrar más millones de euros que los que, en los cálculos más optimistas, puedan ahorrarse rebajando la velocidad de los coches.
Se mira Argel porque si Argel se revuelve entonces sí que el Gobierno se vería obligado a tomar medidas “muy rigurosas”. De Argel viene el gas con el que encendemos calefacciones, funcionan centrales nucleares, etc…y frente a Argel nuestra posición es de absoluta dependencia. El Gobierno quiere ahorrar petróleo por si nos quedamos sin gas. El gas argelino y no el petróleo de Libia es la mayor amenaza, el mayor riesgo para nuestro suministro energético. Por eso el Gobierno cruza los dedos y mira a Argel.
Charo Zarzalejos