La reciente publicación, por los Profesores Rafael Navarro-Valls y Javier Martínez-Torrón, de un extenso y muy completo volumen sobre este tema y bajo este título, reunió esta semana en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación a cerca de quinientas personas, que asistieron a la presentación de la obra. Y haciéndome un honor que no merezco, los organizadores me invitaron a tomar la palabra en el acto.
Se trataba de un tema que ha hecho y hace correr ríos de tinta en el mundo entero, que ha dado lugar a unas riquísimas -por lo abundantes, que no siempre por lo acertadas- legislación y jurisprudencia tanto internacionales como nacionales, y detrás del cual es fácil imaginar las tragedias que pueden esconderse: abortos provocados, eutanasias consumadas, tratamientos médicos rechazados, educación y enseñanzas no deseadas, modelos matrimoniales no aceptados, expulsiones del trabajo y pérdidas de contratos laborales… A sabiendas he mezclado este totum revolutum –que para nada agota el campo de los posibles ejemplos- para generar de inmediato la idea de la inmensa complejidad del tema, en el que se mezclan la religión, la ética, la conciencia, el deber, la libertad, la permisividad, el derecho, y, en muchos casos, la vida misma del ser humano o las condiciones en que esa vida se ha de desenvolver.
Es el inmenso panorama de las objeciones de conciencia, en el que juegan fundamentalmente dos factores, los mismos que recoge el título del libro ayer presentado: la ley la conciencia. Si en todos los casos, sin excepciones, la ley ha de ser obedecida, estamos ante la tiranía del poder público, que salta por encima de la libertad personal e impone una confusión entre justicia y ley que es la puerta de todas las dictaduras. Si en todos los casos, sin excepciones, quien objeta contra la norma según su personal conciencia tiene por ello derecho, en cualquier sector de la actividad humana, a no cumplir la ley, estamos ante la disgregación del Estado.
En el tan difícil equilibrio entre ambas posturas radica el reinado de la justicia en las relaciones humanas. Y ahí está el problema, en el concepto, o mejor en el contenido mismo de justicia. No es justo lo que establece la ley, sino que la ley ha de establecer lo que es justo. La justicia precede a la norma, no nace de ella. El legislador no puede construir la justicia; sería la arbitrariedad, lo mismo que si la mayoría se impone a las minorías sin reconocer sus derechos. Y cada individuo no puede tampoco fabricar su propia justicia, su propio criterio personal de lo justo y de lo injusto; sería el caos.
No voy ahora a sacar un conejo del sombrero; tan sólo pretendo decir que en el gran tema de la objeción de conciencia, de la oposición a la ley en nombre de las propias convicciones -religiosas o de la naturaleza que sean-, radica uno de los puntos capitales de la actual conflictividad social, sin cuya solución no cabe hablar ni de justicia ni de democracia.
Alberto de la Hera