lunes, enero 13, 2025
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La aparición de una gran nación

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Durante las últimas décadas, las esquelas de veteranos de la primera guerra mundial se han convertido, según el historiador Martin Gilbert, en «una suerte de tambor sordo». Con la reciente defunción de Frank Buckles, el último soldado de infantería, el ejército del General Pershing se ha replegado finalmente del campo de batalla. El tambor es acallado y guardado.

Lo que una vez se llamó la Gran Guerra está ahora olvidado, eclipsado por las vivas claridades morales del mayor conflicto que la siguió. Quedan los confusos escolares para reflexionar acerca de la cuestión planteada por Andrew Roberts: «¿Por qué debe haber caído un neocelandés maorí en Turquía y haber sido enterrado en Grecia porque un austríaco fuera abatido por un serbio en Bosnia? En realidad, lo primero fue un aperitivo de lo que vino después. Ametralladoras. Bombardeo de civiles. Guerra submarina sin limitaciones. Armas químicas. Tecnologías todas que permitían abatir sin apuntar, aplicando las herramientas de la producción industrial a la industria del asesinato a escala industrial. La muerte se volvió impersonal, mecánica e inmensa.

Algunas de las ideas más perversas de la historia se sembraron sobre la tierra batida de aquel enfrentamiento. «Los judíos y los mosquitos», escribió el Kaiser Wilhem II, «son una molestia de la que la humanidad tiene que deshacerse de una forma u otra. Estoy seguro de que lo mejor será el gas». El gobierno alemán metió a Vladimir Lenin en un tren precintado de Zúrich a Rusia, con la esperanza de desestabilizar al enemigo. Adolfo Hitler, soldado de trinchera, juró venganza.

A partir de comienzos ridículamente triviales, la Primera Guerra Mundial modeló la historia a escala masiva. Un continente entero sufrió un desmayo; otro progresó hasta una relevancia sin precedentes.

El derrumbe nervioso de Europa era comprensible. Fallecieron un millón de británicos. Entre los varones franceses que tenían entre 19 y 22 años en el momento del estallido de las hostilidades, más el 35% estaba bajo tierra cuando terminaron. Francia se quedó con 630.000 viudas.

El trauma fue acusado. El constitucionalismo y el liberalismo parecían débiles y desacreditados, un contraste con la confianza y la claridad totalitarias. La idea misma de progreso humano fue anulada. En Francia e Inglaterra, los ideales de gloria y valor parecían obscenos al lado de las imágenes de cadáveres pinchados en alambre de espino. Fue un momento de fatalismo, cinismo y humor negro. El poeta británico Philip Larkin dijo: «Nunca más tal inocencia».

Pero Estados Unidos, en cambio, estaba al principio de la inocencia. La tragedia europea fue la aparición estadounidense. A principios de 1917, el ejército estadounidense tenía poco más de 100.000 efectivos, mal armados y sin experiencia en combate a gran escala desde la rendición de Virginia en Appomattox. Hacia agosto de 1918, América tenía destacados en Europa más de 1 millón de efectivos. Eran la energía de una nación pujante.

Frank Buckles se recordaba, en aquellos tiempos, como «un soldado despierto… todo entusiasmo». El ejército en el que se alistó le dejó duraderas impresiones de los estadounidenses, granjeros desgarbados, atónitos, cantarines, violentos. Los alemanes, escribía John Keegan, «se enfrentaban ahora a un ejército cuyos soldados surgían de la nada, en incontable número, como si fueran las semillas de un sembrado de dientes de león».

Los oficiales británicos y franceses veían la llegada de los americanos igual de entusiastas pero ineficaces. Los estadounidenses se veían limpiando el desastre de una civilización hastiada. Los europeos pensaban que Estados Unidos reclamaba demasiado mérito por sacrificios mínimos, alrededor de 50.000 bajas en combate en total, en comparación con la pérdida británica de 20.000 hombres sólo el primer día de la ofensiva del Somme. Se asentó un patrón de temor y resentimiento. John Maynard Keynes llamó al Presidente Woodrow Wilson «un Don Quijote ciego y sordo». Wilson adujo, «Si América retrocede con respecto a la humanidad, la humanidad se queda sin sitios a los que recurrir». Tal vez los dos tuvieron razón.

Durante las décadas posteriores, América perdió la inocencia del discurso de los Catorce Puntos y la Liga de las Naciones, pero no el sentido de la finalidad que condujo a los estadounidenses al bosque francés de Argonne. Fue el mismo espíritu que apareció el día del desembarco y en la larga defensa de Europa frente a la agresión soviética.

Ese entusiasmo, en algunos sectores, se ha desvanecido. La duda económica hace involucionar a una nación. El diálogo global a menudo es difícil, caro y desagradecido. Hay quien espera que América sea, una vez más, una nación entre naciones simplemente.

Pero las fuerzas que metieron a Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial no eran aleatorias ni extraordinarias. América abandonó sus costas con el impulso de sus principios fundacionales, la fe en que la libertad es algo por lo que luchar, junto al reconocimiento cada vez más extendido de que nuestra nación no era inmune a los desórdenes del mundo.

Los tiempos cambian. Las viejas batallas, antes recientes en su horror, se olvidan. Pero América sigue alumbrando hombres y mujeres como Frank Buckles. Y a veces la humanidad no tiene otro lugar al que recurrir.

Michael Gerson

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