El Ministro alemán de Asuntos Exteriores ha dimitido. Era un ministro estrella, favorito del partido y de los electores, y firme candidato a la sucesión en su día de Ängela Merkel. Ya no lo es. Ha dimitido y ha perdido su carrera política. Y a los alemanes les ha parecido bien.
¿El porqué de su dimisión? Cuando era un estudiante, tiempo ha, plagió su tesis doctoral. Ahora se ha descubierto, y el culpable de tal delito se ha retirado de la vida pública. ¿Podemos imaginar algo semejante en España? ¿Le importaría a nadie que se descubriera un caso así en un ministro español? ¿tendría que dimitir por ello?
¿Qué importancia podría tener el plagio de la tesis, en un país en el que la corrupción ha alcanzado límites comparables tan sólo a la insensibilidad ante la misma de tantas fuerzas sociales? Allí donde no existe reacción social, la sinvergonzonería campa a sus anchas. He ahí el actual mal de España.
¿Quién no reacciona?
De un lado, no lo hacen los grandes aprovechados. ¿Cómo van a reaccionar si son ellos la fuente del mal y los que sacan tajada del mismo?
Son los jerifaltes que entran en política desde la nada, una vez situados en un cargo perciben un sueldo, y al cabo de un tiempo son millonarios.
Los que reciben grandes subvenciones que ellos mismos se conceden a sus propias empresas.
Los que con el dinero público se procuran amigos privados y poderosos que les van a pagar el favor.
Los que desde puestos de responsabilidad, desde los que debieran evitar lo que sucede, miran para otro lado o persiguen delitos pequeñitos para distraer a la opinión.
Los que dirigen asociaciones en las que los representados trabajan a cambio de poco y los representantes no trabajan a cambio de mucho.
De otro lado, los pequeños aprovechados. Esas masas de personas que cobran un paro al que no tienen derecho, que perciben indemnizaciones montadas sobre la falsedad, que se dejan corromper sin más para vivir de gorra. Son gentes que saben que están sumergidas en la porquería pero, como algo ganan con ello, permiten que los que están arriba derrochen a lo grande para beneficiarse ellos de las migajas. Al fin y al cabo, cómo el dinero público no es de nadie…, tampoco debe ser tan malo quedárselo… cómo los que salen ganando son de los nuestros… cómo si vienen los otros se lo van a quedar ellos… Cómo si se puede vivir sin pegar sello, para qué trabajar…
En un país en que el trabajo se considera un mal evitable, en que tienen prestigio los vividores “listillos” y a los que no lo son se les tiene por tontos, o por desgraciados que aún no han tenido su ocasión, ¿qué nos cabe esperar?
Lástima de España. Necesitaríamos cuanto antes una reacción. Una seria, honda, radical reacción. No estoy hablando de elecciones, ni de cambio de partidos, ni de mayorías ni de votos. Que también, pero ahora no estoy hablando de eso. Hablo de la necesidad de un cambio profundo de nuestra mentalidad. De que el pueblo español comprenda que el trabajo es a la vez una necesidad y el medio más digno y más eficaz de levantar al país; que la limpieza de las estructuras del poder es condición imprescindible de la vida pública y exige el inmediato repudio y castigo del corrupto; que la transparencia de la administración es ineludible. Que hace falta una gran escoba nacida de dentro del pueblo, para barrer tanta inmundicia, que existe porque la dejamos existir, porque nos ha comido el espíritu. Que los españoles exijamos y nos exijamos honradez y no toleremos de ningún modo al sinvergüenza.
Mientras eso no suceda, mientras el país carezca de moral, esto no se arreglará. Mientras traguemos, los culpables ni siquiera van a tener miedo. Miedo ¿de qué?
Alberto de la Hera