Ser jefe de ETA está de saldo. Pretender liderar el aparato militar o poner orden en el complejo entramado del terrorismo, es una quimera. ETA camina inexorablemente hacia su fin. Pero eso ya es anecdótico. Se trata de tiempo, simplemente de tiempo, porque ya no hay ni política ni apenas más tarea que la de detener, al ritmo que van se acerca ese momento, a todos los criminales.
Alfredo Pérez Rubalcaba, al frente de la lucha antiterrorista, ha mostrado abiertamente la voluntad del gobierno de no dejarse comprometer por las necesidades urgentes y estratégicas del conglomerado etarra. Y eso es la consecuencia de una lamentable gestión de las oportunidades que han hecho los amigos de las pistolas.
Así es. La democracia ha hecho más que muchos esfuerzos por sujetar el deseo de arrasar y ha intentado negociar salidas posibles a la situación creada. Y todo ello para evitar más sufrimientos innecesarios a una población civil que padece las consecuencias del empecinamiento criminal durante tres décadas. Digamos que la democracia ha sido responsable y capaz de entender la viabilidad de soluciones alternativas a las de la estrategia policial. Y no ha servido de nada.
Ningún gobierno ha padecido más la actitud agresiva y beligerante de la oposición que el de Zapatero, cuando han sido todos los gobiernos constitucionales los que han seguido el mismo camino, inteligente y sensato, de buscar un punto final a treinta años de violencia injustificable.
Un precio habitual, el de la beligerancia y la crispación, cuando gobierna la izquierda, y la derecha radical controla la alternativa de gobierno. Es una cuestión puramente instrumental, porque en el fondo ni son más ni menos de derechas que otros que han ocupado su espacio antes, pero los de ahora son prácticos, persiguen la cohesión de sus fieles, la agitación de su base y así mantienen alerta su estructura social, política y electoral para asegurar si no ganar, si mantenerse en las cercanías del gobierno.
Pero en este asunto del terrorismo, a pesar de la actitud vociferante y demagógica de la derecha y de sus personajes más vulgares y previsibles, la realidad se impone y en el País Vasco es, precisamente, el PP quién – cuestiones electorales al margen – ha racionalizado más a favor de obra, la necesidad de mantener cohesionado algo más que sus bases políticas: las bases de nuestro sistema actual, que son los dos grandes partidos de ámbito estatal.
En beneficio de esa idea y de esa actitud abunda la actitud policial francesa y la firmeza de Rubalcaba, que no se deja embaucar por la falsaria estrategia del oportunismo aberzale que no encierra, o al menos no lo parece, una voluntad de rechazo ético a la estrategia del terror, sino que se acomoda a la disponibilidad de las opciones reales de las que dispone para recuperar cierto protagonismo, algo de dinero, y reagrupar el desencanto independentista en torno a su proyecto antes de que, diluido en su propia frustración, acabe desintegrándose para siempre y para bien de todos los demás.
Por eso, pues, la gestión del vicepresidente del gobierno y ministro del interior, Rubalcaba, adquiere la dimensión que hace de un político como él una persona indispensable para entender el presente y el futuro de nuestro país.
Rafael García Rico