La administración Obama y su apoyo al cambio democrático en Oriente Próximo han entrado en un rumbo de colisión con Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y el resto de monarquías tradicionales del Golfo Pérsico. La crisis afloraba por fin esta semana con una brusca ruptura en torno a cómo abordar las protestas multitudinarias de Bahréin.
Los riesgos de ésta la crisis más reciente son elevados, incluso según los estándares de Oriente Medio, al contener todos los ingredientes volátiles de la región: las tensiones entre los saudíes y los iraníes, entre los musulmanes sunitas y los chiítas, y entre los reformistas democráticos y los poderes fácticos del estatus quo. Tras esta volátil mezcla se encuentra el bien estratégico más importante del mundo, el crudo del Golfo Pérsico. Como mezcla peligrosa no está mal.
Funcionarios estadounidenses vienen argumentando que la monarquía sunita de Bahréin va a tener que asumir compromisos políticos para ceder más poder a la mayoría chiíta residente allí. La declaración más enfática llegaba esta semana del Secretario de Defensa Bob Gates, que durante una escala en Bahréin decía que sus «pequeños pasos» hacia la reforma no bastan y que el reino debe intensificar sus negociaciones con la oposición.
Este entusiasmo estadounidense por el cambio ha sido anatema de los conservadores regímenes del Golfo, y el lunes respaldaban a la familia Jalifa en el poder en Bahréin con la fuerza militar, despachando unos alrededor de 2.000 efectivos por la ruta que une Bahréin con Arabia Saudí. Un alto funcionario saudí me decía que la intervención era necesaria para proteger el distrito financiero de Bahréin y otras instalaciones relevantes de las concentraciones violentas. Advertía que los líderes radicales con respaldo iraní estaban adquiriendo un papel más activo en las manifestaciones.
«No queremos a Irán a 22 kilómetros de nuestras costas, y eso no va a pasar», decía el funcionario saudí. Funcionarios estadounidenses replican que Irán, hasta el momento, ha sido solamente un jugador secundario en las manifestaciones de Bahréin, y que la intervención militar saudí podría salir por la culata consolidando la posición de Irán.
«Hay una importante brecha» entre los países del Golfo y Washington en torno a la cuestión, advierte un segundo funcionario saudí. «No vamos (a Bahréin) a abatir civiles, vamos a proteger un sistema», decía.
La cuestión bahreiní constituye la discrepancia norteamericano-saudí más importante en décadas, y podría indicar un cambio fundamental de política. La administración Obama, en la práctica, está modificando el veterano compromiso de América con el estatus quo en el Golfo, convencida de que el cambio en Bahréin – como en Egipto, Túnez o Libia – es inevitable y deseable.
La ruptura plasma diferencias fundamentales en la perspectiva estratégica. Los regímenes del Golfo han terminado desconfiando de Obama, considerándole un presidente débil que sacrificará a los aliados tradicionales en su afán de situarse «en el bando correcto de la historia». Ellos equiparan el rechazo por parte de Obama a Hosni Mubarak en Egipto con el abandono en 1979 del sha de Irán por parte de Jimmy Carter.
La ruptura era vaticinada por un importante jeque de los Emiratos durante una reunión de febrero con dos funcionarios estadounidenses de visita. Según las notas de la conversación facilitadas, el funcionario de los Emiratos dijo: «Nosotros y los saudíes no aceptaremos una administración chiíta en Bahréin. Y si su presidente dice a los Jalifa lo que dijo a Mubarak (que abandonara el poder), ello provocará una ruptura en nuestra relación con los Estados Unidos». El funcionario emiratí advertía de que los países del Golfo «miran a Oriente» — a China, la India y Turquía – en busca de apoyo alternativo a la seguridad.
La Casa Blanca Obama no ha cedido a tales súplicas y amenazas surgidas del Golfo. Funcionarios estadounidenses están convencidos de que los saudíes y el resto no tienen más opción que Estados Unidos como garante de la seguridad. Ellos destacan que los contactos militares y de Inteligencia continúan, a pesar de las acusadas discrepancias en torno a Bahréin.
A fin de cuentas, es el debate progresista-conservador clásico en torno a cómo lograr la estabilidad mejor. La Casa Blanca está convencida de que las medidas de seguridad enérgicas no van a funcionar mucho mejor en Bahréin de lo que salieron en Egipto o Túnez -y de que es hora de suscribir un proceso de transición democrática por toda la región. Las monarquías y los reinos del Golfo replican que las concesiones sólo van a consolidar más fundamentalismo- y que los grandes beneficiarios, en último término, van a ser los radicales islámicos de Irán y Al Qaeda.
El truco reside en encontrar la fórmula de transición que no desestabilice al Golfo y a la economía global. Funcionarios de la Casa Blanca hablan como si fuera un proceso evolutivo, pero deberían poder reconocer un imposible: Como vieron en Egipto, el cambio se presenta de forma súbita -un acontecimiento inesperado que, en el caso del Golfo, afectará al mercado energético global y a los mercados financieros. La consigna de Obama debería de ser «pragmatismo progresivo» con énfasis añadido en ambas palabras en la misma medida.
David Ignatius