Era imprevisible, pero en los últimos meses –desde que desató las especulaciones al frivolizar sobre su continuidad en una copa de Navidad- pululaba por el Congreso. A veces parecía ausente, se le veía flotar. Como en la tarde del 14 de diciembre, antes de celebrarse el Consejo de Ministros extraordinario en el Congreso de los Diputados que ratificó el estado de alarma contra la crisis de los controladores. No era ése un asunto banal y, sin embargo, Zapatero se paseaba por los pasillos con apariencia trivial. Chocante. Mientras Rubalcaba acudía en solitario con aire grave hacia la sala de la reunión, él se entretenía a la misma hora con un veterano periodista en una charla informal. Como un ciudadano más.
Daba señales de su desapego del cargo, pero nadie podía marcarle la agenda, ni proyectar su futuro. Hasta ahí podíamos llegar. Podía, además, por el poder de su función, reconsiderar y continuar. A veces daba señales de ello: Se arrancaba en el Congreso sobre los grandes temas, económicos e internacionales y se mostraba como el mejor Zapatero. Como en la crisis de Libia, una vez que la ONU dictó su resolución de intervención para proteger a la población. El otrora creyente del diálogo como talismán, defendió con convencimiento la intervención militar incluso en las horas en las que el sátrapa desató las dudas sobre su alto el fuego incierto.
Podía, pues, reafirmarse en su liderazgo. Solo hacía falta para ello una condición: Que él quisiera, y ya no era el caso. Y contra esa actitud no hay partido por centenario que fuere que pueda obligar a quien ya no sueña con encarnar la función.
¿Cuándo dejó de tener interés por el cargo? Dicen que en 2007 ya le anunció a Bono su decisión, aunque ello no resta la carga de misterio. ¿Se había cansado ya?
Es creíble, por otro lado, que tuviera acotada su etapa desde el inicio, aunque no es seguro. Que dos legislaturas fuera lo que considerara el máximo razonable para un presidente, él que cuestionó que Aznar lo hiciera público desde el inicio de la segunda legislatura. Lo mejor para el partido, pensó, para el país, “y también para mi familia”, dijo, con lo que dejó abierta la ambigüedad sobre su determinación inicial. Cabe cuestionar, en todo caso, que a un año de las generales, en medio de unos sondeos que vaticinan una debacle para el PSOE y en la peor crisis económica que ha vivido España sea la opción más patriótica abrir una crisis de liderazgo en un partido clave. E irse sin rendir cuentas ante su electorado.
Descontada su decisión. ¿Gestionó bien los tiempos para anunciarla? A la vista de la escenificación de su anuncio, parece un acierto. Había un mar de dudas en el seno del partido por que fuera pública antes de las elecciones municipales y forales. Otros miembros de su gabinete, inquietos por la sucesión, temían por el contrario que cuanto más se pospusiera, más difícil era el relevo. Muy pocos apostaban por ello, pues, ante el riesgo de inestabilidad. Pero él midió que el desgaste iniciado podía ser letal en campaña. Ahora se abren otras incógnitas. Es muy dudoso que el PSOE tenga hoy mejores expectativas de voto con la renuncia de Zapatero. “En tiempos de tempestad, no hacer mudanzas”, decía el fundador jesuítico.
Gobernó de medio lado; siempre mirando a su izquierda, hasta que la crisis volteó el país con su propio discurso. Se granjeó el alejamiento de propios y extraños y suscitó manías deformantes entre sus críticos. Es el riesgo de la pasión desatada: cuanto más crecieron éstas menos se parecía Zapatero a sí mismo. Aunque no le favorece abusar del victimismo en su última hora y acusar al PP de no haber hecho más que “atacarme, atacarme, atacarme”. Es de prever (y esperar) que, liberado de la carga de la decisión, se vuelque en su función como presidente y ya no flote por los pasillos. Puede incluso desvelar la magia, esa baraka de la que se vanaglorió, que le haga irse sonriente y cargado de talante.
Chelo Aparicio