martes, noviembre 26, 2024
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Los espejos y el sexo

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En aquella habitación había dos grandes espejos. Uno en el techo, sobre la cama y el otro en el cabecero. Se notaba que era una habitación del sexo profesional y que la chica que me acompañaba conocía perfectamente su oficio porque en todo momento se colocó de tal manera que yo siempre quedaba frente a los espejos.

Y así me desnudó. Frente al espejo del cabecero. Despacio. Sabiendo que la mano es más rápida que la vista, quería que yo lo viese todo. Guiándome como si fuera mi lazarillo. Mostrándome en el espejos sus curvas, sus valles y mi ariete en todo momento para que mi caldera fuese entrando en ebullición.

Después, hizo que me tumbase en la cama. Boca abajo. No hagas nada, me dijo. Sólo mira el espejo del cabecero y siente. Y, otra vez, despacio, para que mis terminales de sensaciones no me perdiesen nada, recorrió mi cuerpo con la lengua y con las uñas. Hasta que deje de mirar al espejo y cerré los ojos. Prefería sentir a ver.

Entonces, casi sin darme cuenta, me cambió de postura y me colocó boca arriba. Ahora en el espejo del techo se veían nuestros cuerpos desnudos sobre la cama. Y, en ese momento, comenzó a acariciarme con sus manos. Con sus pechos. Con su sexo. Con su boca. Era un espectáculo único. Y siempre a cámara lenta. Como si el tiempo no tuviese valor aunque hubiese que medirlo en euros.

Y poco a poco el placer que inundaba mi cuerpo se volvió irresistible. El instinto me pedía penetrarla. Ya. A las bravas. Por favor. Pero ella, con gran suavidad, siempre esquivaba mis intentos. Sin duda quería llevarme hasta la locura.

Cuando creyó que ya estaba preparado para partir, se puso a cuatro patas y me ofreció su sexo. Apenas tardé 10 segundos en volar.

Asistir a mi propia película porno había sido demasiado fuerte.
 

Memorias de un libertino

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