Los turistas invaden en estos días las calles de Sevilla, de Málaga o de Valladolid, de Cuenca o de Zamora. Vienen a ser los mismos, más o menos, que invaden Pamplona en julio o en marzo Valencia. No saben lo que van a ver: ¿lo entenderán? ¿les interesará? Los sevillanos cofrades, los navarros que corren ante los toros, las valencianos que queman sus fallas, lo hacen como lo hicieron sus antepasados, se integran en una tradición, viven una emoción, alientan unos sentimientos. Cada uno los suyos, los que corresponden a su fiesta, a su tierra, a su espíritu. Mientras les cercan quienes llegan de no se sabe donde para homogeneizarlo todo como si de un mismo todo se tratara.
Ahora, justo ahora, fuera del circuito del turismo, en el hondón de los que creen que la Semana Santa es en efecto un tiempo santo, se desarrolla una vocación de Cirineos que quieren aliviar a Jesús del peso de la Cruz. Es decir, que quieren amar con Él a todos los hombres, que rezan por todos, que todo lo ofrecen por todos, que contemplan los pasos del Crucificado o asisten a los Oficios sagrados o admiran las imágenes de María como manifestación externa de su vida interior, creyentes que pecan -el justo peca siete veces- y que viven ilusionados la maravilla del dolor y de la misericordia.
Hubo una vez en la tierra un hombre que era Dios. Fue a los suyos y los suyos no le recibieron. Le llevaron a Pilatos y le pidieron su muerte. Le odiaban porque ellos habían construido un mundo de normas exteriores -Señor, guardo el sábado, ayuno dos veces en semana y pago los diezmos; gracias por lo estupendo que soy-, y Él venía a sustituir todo eso por una vida de amor interior -Padre, séme propicio a mí, pecador- que les habría arruinado el negocio. Y encima resucitó a Lázaro y curó al ciego: podía llevarse al pueblo detrás de Él. Los monopolios hay que defenderlos, y así dieron, como siempre en estos casos, con un gobernante débil y acobardado; y Jesús fue azotado, maltratado, cargado con la cruz, crucificado, traspasado por la lanza, insultado entre burlas. Nunca hubo un proceso y una condena más injustos; nunca hubo una historia de amor más emocionante. Porque pudo haberlo evitado de mil maneras, pero había venido a redimirnos y, por encima del temor al tormento propio de su naturaleza humana, prevaleció Su voluntad divina redentora.
Hoy son muchos los que continúan burlándose de Jesús. Los fariseos siguen presumiendo de justos y los que no saben lo que hacen siguen haciéndole mofa. No lo imaginan todavía, y ni siquiera lo desean, pero también para ellos está pronto el perdón, y un día llegará -hay que esperarlo- en que lo van a comprender y a desearlo: también Pablo persiguió a los justos, colaboró al martirio de Esteban, y luego se le abrieron los ojos y la inteligencia.
Los que Le aman distan de ser perfectos. Ellos sí lo saben, lo saben perfectamente. Se saben uno con Pedro, que Le negó, uno con Tomás, que no quería creer en Su resurrección. Y saben que Jesús, pese a todo, contó con aquellos dos; y ha contado, durante veinte siglos ya, con otros muchos, por encima de tanta debilidad, de tanta torpeza y egoísmo; y cuenta también con nosotros. No lo merecemos, pero cuenta. Jamás se cansa de aguardar. Le dio al hombre libertad porque no quiere ni necesita un cielo de robots; y sabe que, a la larga, en la lucha entre el bien y el mal en el interior de cada alma, es el Bien el que lleva las de ganar. La Semana Santa es un buen momento para comprobarlo dentro de nosotros mismos.
Alberto de la Hera