Una administración que carece de filosofía coherente en materia de política exterior ha sentado sin embargo un patrón predecible en política exterior. Sea una revuelta popular que tiene lugar en un país X. El presidente Obama es pillado por sorpresa y no dice gran cosa. Unos días después, un portavoz de la administración hace llamamientos tibios a la «reforma». Se producen a continuación unas cuantas jornadas más de protestas multitudinarias y violencia. Entonces, tras un debate interno que salta a los medios de comunicación, el presidente decide que tiene que hacer algo. Pero esperando no suscitar expectativas, sus acciones se limitan en su alcance. En este punto, la oportunidad estratégica se pasa por alto y los manifestantes del país X se sienten traicionados.
Este precedente de vacilación en serie ha pasado factura a los intereses norteamericanos. La administración Obama se mantuvo inicialmente al margen de la Revolución Verde iraní, incluso si el cambio democrático de régimen puede ser la única alternativa realista a la confrontación americana con el régimen de Teherán a cuenta de sus ambiciones nucleares. En Libia, Obama esperó a que Bengasi tuviera encima la amenaza del genocidio para adoptar una respuesta paulatina. Obama ha desplegado la credibilidad estadounidense en Libia — apoyando finalmente el cambio de régimen — al tiempo que sigue políticas que parecen diseñadas para redundar en el enquistamiento del conflicto. En Siria, la administración insta a realizar «reformas de calado» mientras Damasco emplea la violencia a gran escala contra manifestaciones multitudinarias. Consideraciones morales aparte, ¿no vería beneficio el pragmático más frío en la caída del principal aliado de Irán en Oriente Próximo?
Ya no es creíble achacar estos errores importantes a la falta de experiencia — argumento que años de experiencia tienden a minar. El principiante sabe aprender de sus errores. Obama al parecer no considera erróneos estos resultados. ¿Qué explica entonces esta debilidad positiva por la ambivalencia?
En primer lugar, está el contexto político de la campaña electoral de 2008 de Obama. Puesto que George W. Bush practicaba la promoción de la democracia, Obama la iba a devaluar. Puesto que Bush condenaba al ostracismo a los enemigos, Obama cultivaría las relaciones con ellos. Pero el retorno al matiz resultó ser notablemente superficial. ¿La firmeza de carácter mostrada por Bush desacredita en serio la propia firmeza de carácter? Los acontecimientos acaecidos en Oriente Próximo han obligado a la administración Obama a abandonar gradualmente su filosofía de negación de Bush, pero los vestigios de esa opinión han entorpecido la respuesta eficaz en cada etapa.
Una segunda explicación se refiere al estilo de liderazgo de Obama. Sigue interpretando el papel de un profesor universitario que dispone de tiempo ilimitado para seleccionar y debatir sus opiniones, como si los periodos prolongados de deliberación fueran virtud y la indecisión no acarreara ningún coste. Pero los cambios en Oriente Próximo están poniendo de relieve lo difícil que es dirigir un seminario durante un huracán. La vacilación excluye opciones.
En tercer lugar, el equipo de seguridad nacional compuesto por la administración no hace nada para cuestionar la tendencia de Obama a la vacilación. El Vicepresidente Biden es, por decirlo diplomáticamente, un extravagante cerebro de la política exterior con precedentes de entender al revés importantes cuestiones estratégicas. El Secretario de Defensa Robert Gates anda centrado en la guerra de Afganistán, lo que le hace naturalmente reacio a la implicación estadounidense en otros sitios. Hillary Clinton ha manifestado episodios esporádicos de resolución, pero la labor diaria de cualquier secretario de estado consiste en gestionar el estatus quo.
Por último, en las cuestiones de política exterior Obama parece haber bebido en abundancia de las fuentes del progresismo académico. Inmediatamente después de la Revolución Verde de 2009 decía: «No es productivo teniendo en cuenta los precedentes de las relaciones irano-norteamericanas, ser percibidos entrometiéndose, el presidente estadounidense interviniendo en las elecciones iraníes». Obama argumentaba que el apoyo estadounidense mancharía o deslegitimaría de alguna forma las aspiraciones democráticas iraníes — a la vez que los manifestantes solicitaban nuestra ayuda. Esto suena más al rumor de la charla informal de la sala de un claustro docente que al liderazgo de un presidente estadounidense a cargo de defender e impulsar los ideales más nobles de la historia.
Algún maridaje de estos factores se ha combinado para cegar a la administración Obama frente a la promesa de nuestro tiempo. Poner fin a la tiranía radicada en los centros tradicionales de influencia cultural árabe – Bagdad, El Cairo y Damasco – constituiría una transformación comparable a la caída del Muro de Berlín. Vendría a demostrar el agotamiento del autoritarismo en el mundo árabe y abriría la posibilidad de sociedades más fructíferas y prometedoras en la región. Esta transformación conlleva riesgos considerables. Pero esos riesgos son magnificados por una administración que se niega a correr riesgos — que sólo está dispuesta a manifestarse o actuar cuando se vuelve evidente que el silencio y la inercia acarrean el desastre.
Ahora la revuelta árabe ha suscitado una previsible reacción a la acción — el intento de regímenes como Libia o Siria de demostrar la eficacia de la brutalidad. Sus éxitos minarán durante décadas la posición de los intereses estadounidenses. Las administraciones presidenciales no tienen ninguna influencia sobre los retos históricos que se les presentan. Pero pueden tomar parte con decisión.
Michael Gerson