Era la secretaria del jefe y era tan elegante y tan fina que parecía de porcelana. Siempre daba la sensación de que, en cualquier momento, se iba a romper. De mediana edad. Usaba zapatos de marca con tacón altísimo. Traje de chaqueta. Pelo recogido en la nuca. Siempre iba perfectamente pintada. Y caminaba erguida con paso corto. Parecía inalcanzable. Y, desde luego, siempre daba la sensación de ser una estrecha. Sonreía poco y despreciaba a los que vestíamos vaqueros o de manera poco ortodoxa. Cuando entraba alguien a ver al jefe, siempre sacaba de su bolso un pequeño spray y lo rociaba todo. Se decía que, posiblemente, fuese lesbiana.
Cierto día, al salir del trabajo, la vi en la puerta esperando un taxi. Como llovía, me ofrecí a llevarla a su casa o a donde ella quisiera… Se excusó al principio, pero, ante mi insistencia, aceptó la oferta. Me dijo que tenía su coche en el taller y que agradecía la cortesía. Sin más, la llevé hasta la puerta de su casa.
Al día siguiente, también llovía y al verla salir me volví a ofrecer y volvió a aceptar. Al tercer día, pasó igual. Pero, ese día, al llegar ante su portal, me ofreció subir a casa. Quería invitarme a una copa como agradecimiento. Sin mucha gana, acepté. Estaba seguro de que perdería el tiempo.
Pero no perdí el tiempo. Aquella, mujer tan fina y elegante, nada más cerrar la puerta de su apartamento, hizo un movimiento con las manos, agitó la cabeza y su pelo recogido cayó en cascada sobre sus hombros para, a continuación, quitarse la chaqueta, bajarse la falda y sacudirse los pies con el objeto de que sus maravillosos zapatos de tacón volasen por el salón mientras se dirigía, supuse, a su habitación a cambiarse. Para, dos minutos después, aparecer totalmente desnuda con dos copas en una mano y una botella de bourbon en la otra. Yo me quedé pasmado. Aquella situación parecía sacada de una película y yo no me podía creer que aquella mujer, tan distante en la oficina, se podía haber convertido en otra de mirada tan cálida y cuerpo apetecible.
Dejó la botella y las copas sobre una mesa, se acercó a mí y comenzó a desnudarme. Pero no lo hacía como cualquier mujer apasionada o caliente. Lo hacía despacio. Como si bailara haciendo un estriptis pero al que desnudaba era a mí.
Empezó desabrochando los botones de mi camisa de frente pero terminó haciéndolo desde detrás mientras restregaba su sexo en mi trasero. Aquello empezó a gustarme y mi pene empezó a reaccionar. Pero decidí seguir quieto. Pasivo. Dejándome llevar.
Volvió frente a mí y mordió mis pezones. Fuerte, suave, fuerte, suave, fuerte. Alternándolos. Sabiendo lo que hacía. Mi erección ya no cabía en los pantalones. Entonces se dio la vuelta y volvió a restregarse contra mí. Ahora era su trasero el que frotaba mi dureza.
Volvió a darse la vuelta y, de nuevo desde detrás, me quitó el cinturón, desabrochó el pantalón y lo bajó liberando mi verga en todo su poderío. En ese momento, yo quise darme la vuelta y entrar en acción pero con un movimiento seco me empujó hacia una de las paredes del salón y me susurró que apoyase mis manos sobre la pared. Lo hice y comenzó a culearme como si fuese un tío, al tiempo que cogía mi pene y comenzaba a hacerme una especie de masturbación… Su sexo golpeaba mis nalgas alternándolo con roces lentos mientras se aferraba a mi pene y a mis testículos. Al poco, empezó a jadear y terminó dando un grito de placer…
Yo estaba desorientado. Me soltó y se fue a sentar en un sofá que había cerca para recuperarse… Al verla agotada, me subí el pantalón e hice intención de ir al baño para asearme mientras ella se recuperaba. Había sudado en la oficina y mi cuerpo y mi sexo olían a humanidad y eso suponía que no le gustaría. Pero ella me cogió de una mano y me detuvo, al tiempo que me decía que no me lavase porque a ella le encantaba el olor natural del macho… Que a ella le gustaba el sexo guarro. Y mientras me lo decía, me escupía el pene y se lo metía en la boca…
Fue una noche de sexo salvaje y alcohol que terminé sin entender nada. Y mucho menos con la resaca. Porque la mujer elegante, fina, perfumada e inaccesible de la oficina no era, precisamente, lo mismo fuera de ella… Aunque, en sus propias palabras, en la cama ella también era muy fina… pero fina, filipina.
Memorias de un libertino