Seguro que les ha pasado alguna vez en la infancia. El niño que era dueño del balón quería ganar el partido; y si no era así, se lo llevaba.
Ocurría igual con la cuerda de saltar, porque esto no es un artículo machista. O no quiere serlo. Al fin y al cabo, el sentido de la propiedad que lo llevamos en el código genético, le decía que la pelota era suya. Era cosa de niños, de niños mal criados, claro.
El caso es que ahora tenemos una «clase» política -sí, una clase, porque ahí no puede entrar nadie sin ser ungido- que son todos como niños mal criados. Despilfarran como si no supieran que la condición de ciudadanos va unida a la de contribuyentes. Maquillan las cuentas o acusan de que el otro lo hace. Y cuando se aburren, tiran el tablero del parchís como si en estas partidas no nos fuera la vida a los ciudadanos en ello.
Ahora hay un traspaso de poderes «ejemplar» en el que se vuelve a dar el espectáculo. Al PP le sigue importando una higa que en ese misterioso mundo de los mercados tenga puesto el microscopio electrónico en España. Por supuesto que ellos, los mercados, no lo hacen por beneficencia. Y Rajoy está dispuesto a heredar un erial, porque está dejando la tierra para una docena de años de barbecho.
¿Estará obsesionado con la posibilidad de hacer un milagro desde La Moncloa y que la gente le ponga en una urna como las antiguas figuras del sagrado corazón que se pasaban de casa en casa, para calentar el alma de sus inquilinos?
El caso es que esta clase política no se ha enterado que hay una parte importante de la sociedad, la mayoría según las encuestas, que no los soportan y que los desprecian. Ellos, todos, en la proporción que les corresponda a los políticos, ya no representan a casi nadie. Lo dice el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Pero siguen felices porque cada uno tiene su pelota, y cuando pierden el partido se la llevan a casa. Porque son como niños mal criados.
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Carlos Carnicero