Asistimos atónitos al espectáculo televisivo montado a costa de un hombre postrado, indefenso, cuya honorabilidad está siendo puesta en entredicho por una banda de desalmados que haciendo uso ilegítimo del sacrosanto principio de libertad de expresión trituran literalmente la fama y la imagen de un torero valiente, cosido por las cornadas y convaleciente ahora de la peor embestida de su carrera: la de un desdichado accidente de tráfico.
José Ortega Cano lleva dos semanas debatiéndose entre la vida y la muerte. Los médicos no son optimistas, pero la fortaleza de este gran lidiador, acostumbrado a la lucha a cuerpo limpio, mantiene la esperanza de que pueda recuperarse como le deseamos sus amigos y la legión de seguidores que admiran su arte. Sin embargo, esa cuadrilla de desaprensivos instalados en la sandez recalcitrante ha fijado su atención, durante horas y horas de bazofia televisada, en este hombre bueno, maltratado por la vida, que no ha cometido otro pecado que el de saltar a la popularidad por su coraje como matador de toros y por su matrimonio con Rocío Jurado, tan tempranamente desaparecida.
Por encima de la indignación que a toda persona de bien le provoca este tipo de televisión basura, con José Ortega Cano se está cometiendo un auténtico atropello al airear con tanta saña su intimidad y vulnerar tan agriamente su derecho al honor. Parece un juicio, no por cierto sumarísimo, en el que una serie de acusadores ponen en almoneda los perfiles más privados del diestro y dictan sentencia sin que el reo pueda tener siquiera acceso a su defensa. O sea, una especie de ajusticiamiento moral de la más baja estofa en la que se difama sin límites y se inventa lo que se ignora, simplemente porque no ocurrió jamás. Todo sea a mayor gloria de la audiencia.
Es evidente que los profesionales de la información nunca reconoceremos este subgénero de la prensa del corazón y otras vísceras entre los que tradicionalmente se encuadran en lo que llamamos Periodismo. Pero aun así, no deja de confundir al telespectador que estos salteadores de honras y famas se hagan llamar periodistas, sin que el colectivo profesional pueda evitarlo como es el caso de los médicos o los abogados que desenmascaran a cualquier impostor que se arrogue tales títulos.
El Periodismo no ha entrado en su ocaso por la revolución tecnológica ni por los nuevos usos y costumbres de la audiencia. En todo caso está cambiando el soporte. Lo que verdaderamente resulta letal para la noble profesión de comunicar al público los hechos tal como ocurren es la disoluta actuación de estos agentes del chisme y de la mentira, alimentados por gentes sin alma, que diría Sabina, que solo buscan el beneficio aun a riesgo de ciscarse en todos los códigos éticos y, desde luego, en el libro de estilo que debiera ser también libro de cabecera de todo medio de comunicación.
Pese a que no quedan alarmas por saltar en la infernal carrera de la tele basura, el caso desgraciado de José Ortega Cano nos hace ver hasta dónde puede llegar la estulticia de la condición humana.
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Francisco Giménez-Alemán