miércoles, diciembre 18, 2024
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Reevaluando la «Guerra Larga»

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El General John Abizaid utilizó la fórmula «la larga guerra» para describir la batalla de América contra el fundamentalismo islámico tras el 11 de Septiembre de 2001. Cuando le escuché decirlo por primera vez en los oscuros días de 2004, cuando Irak iba de mal en peor, tuve la sensación de que aquello duraría la mayor parte de nuestras vidas.

Tras esta batalla de décadas, decía Abizaid, se libraba la modernización del mundo islámico — el proceso explosivo de cambio que él equiparaba a las revoluciones y los movimientos anárquicos que barrieron Europa en el siglo XIX.

Este es el conflicto primordial del que Barack Obama desea replegar efectivos estadounidenses — no porque la agitación haya terminado sino porque los grandes destacamentos estadounidenses no son la respuesta idónea. Insinuó este cambio general la noche del miércoles.  Tras una «década difícil», dijo, «la marea de la guerra retrocede… Estas largas guerras
llegarán a un final sensato».

Se pueden sacar defectos a algunos de los detalles de la política de Obama. Estoy desconcertado con la lógica de su calendario para replegar el incremento que anunció hace 18 meses: retirar 10.000 efectivos este año de acuerdo, pero ¿a qué viene tirar de otros 23.000 en mitad de la campaña del año que viene? Eso animará a unos talibanes castigados a aguantar un poco más en lugar de negociar un acuerdo. Repite el error de revelar información que yo pienso que Obama cometió allá por diciembre de 2009, cuando puso fecha al inicio de la retirada de sus efectivos del incremento a la vez que los destacaba en combate.

Pero a nivel general, me parece que Obama tiene razón. Este período de conflictos remotos sí tiene que acabar — no solamente porque América esté cansada y arruinada, sino porque la dialéctica de la historia ha situado al mundo en un lugar nuevo. Si bien queda patente que la fuerza militar estadounidense tiene un efecto limitado a la hora de influir sobre los
acontecimientos de los últimos 10 años, también las estrategias terroristas de al-Qaeda y los talibanes tienen un efecto limitado.

Cuando Osama bin Laden declaró la guerra a los Estados Unidos en la década de los 90, dio por sentados dos supuestos, que resultaron ser equivocados los dos. Adujo que si América era golpeada con fuerza por un atentado terrorista, saldría corriendo, igual que salió del Líbano tras los atentados de 1983 y de Somalia en 1994. En sus últimos momentos, bin Laden supo desde luego que su apuesta a la delicadeza estadounidense había sido errónea. «El mensaje», dijo Obama, citando a un soldado estadounidense anónimo, «es que no olvidemos. Se pedirán cuentas, sin importar lo que se tarde».

La segunda convicción de bin Laden era que al-Qaeda suplantaría a los dictadores corruptos y autocráticos que habían distorsionado la administración pública en el mundo árabe. De hecho se baten en retirada — al-hamdulilá, que dicen los árabes – pero no a causa de al-Qaeda. Lo que alimenta la «primavera árabe» son los movimientos civiles favorables al relevo Democrático. Allí donde al-Qaeda ha tratado de imponer «emiratos» teocráticos, como en la provincia iraquí de Anbar, se ha consumido en el intento. En cuanto a los talibanes, su principal arma en Afganistán es la intimidación física brutal. No es un movimiento al alza.

Lo llamativo de la alocución de Obama fue la ausencia de triunfalismos y músicas que tan a menudo acompañan a la retórica estadounidense en política exterior. En lugar de ofrecer imágenes optimistas de valientes colegialas afganas, admitía la realidad de que «no vamos a intentar hacer de Afganistán un lugar perfecto». Aunque habló de «el singular papel» de América, no nos imaginaba como brillante ciudad de la colina sino como país curtido por las experiencias recientes — un país que es «tan pragmático como apasionados somos». Mi traducción: basta de acusaciones de Teddy Roosevelt a la ligera, un tiempo al menos.

Lo que me preocupa, pensando en el futuro cuyas líneas maestras en Afganistán esbozó Obama, es la dependencia estadounidense del armamento de mayor calibre de nuestro arsenal — la maquinaria letal que es el contraterrorismo de América. Con vehículos Predator no tripulados y las incursiones nocturnas «capturar vivo o muerto» del Mando de Operaciones Especiales, América ha descubierto una forma de castigar a sus enemigos sin exponerse a sufrir un número importante de bajas estadounidenses.

Obama llegó a la conclusión de que esta faceta contraterrorista de la contrainsurgencia funciona de forma mucho más solvente que la incierta faceta de construcción de la identidad nacional. El apoyo a las prácticas de contraterrorismo tiene sentido como estrategia de salida de Afganistán, y como presente contrapeso a al-Qaeda. Pero América debería de comprender que es la cara oscura de la guerra — algo peligrosamente próximo al combate mediante asesinato selectivo. Hace falta más debate antes de elevarlo a la categoría de piedra angular de la estrategia norteamericana.

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David Ignatius

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