jueves, noviembre 28, 2024
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Un señor aburrido y trescientos groseros

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Mariano Rajoy será, como asegura «The Economist», un señor aburrido, pero es muy probable que tenga superpoderes: sabe en todo momento lo que piensa, siente y quiere España, porque, al parecer, habla con ella. Como los concursantes de «Gran Hermano», que piden «a España» que les nomine, o como Aída Nízar, que pide «a España» que la comprenda. Rajoy, en efecto, habla con España como si España fuera alguien, y una vez que ha hablado con ella, se erige en su portavoz porque es el único que la entiende. ¿Y qué decir de los españoles? La comunión de los españoles con Rajoy es tan estrecha, tan honda, tan unánime, que cuando quieren decir algo, se lo soplan al de Pontevedra para que él lo diga. Es verdad que menos de un tercio del electorado le vota, pero eso no quita, dados sus superpoderes telepáticos y telequinésicos, para que en los debates sobre el estado de la Nación se hinche a decirle a Zapatero que los españoles quieren esto, lo otro y, desde luego, lo de más allá, que es que convoque elecciones anticipadas y se marche en buena hora.

Rajoy es un señor aburrido y mágico, y la mayoría de los diputados de la Cámara unos maleducados de tomo y lomo: se piran en masa cuando, en pleno debate, toma la palabra alguien que no es Zapatero ni Rajoy. Cuando actúan éstos, también se pirarían, pero como la dicha mayoría de parlamentarios milita en el PP y en el PSOE, y tienen que ulular o aplaudir hasta quemarse las manos en las intervenciones de sus barandas, se fastidian y se quedan. Cuando habla otro, se van a mear, o a tomarse una caña, o a fumar a escondidas, o a charlar por el móvil con la familia o de sus negocios. Y a todos, a los que se van y a los pocos que se quedan, les parece la cosa de lo más natural.

Particularmente escandalosa fue esa estampida el martes, cuando, agotados los turnos de réplicas y contrarréplicas entre el señor aburrido y el señor que nos ha acabado aburriendo, se disponía a tomar la palabra Durán i Lleida, que no es precisamente un tío que pasaba por allí. Fue tan escandalosa y tan brutal la deserción, que el propio Durán hubo de armarse de todo el «seny» característico de los de su nación para devolver elegantemente la grosería de sus camaradas: «No sé por qué se van, si ahora viene lo mejor». Y, en efecto, lo mejor vino con él y con Erkoreka.

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Rafael Torres

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