Según la revista Restaurant, El Celler de Can Roca es el segundo mejor restaurante del mundo. Imposible discutir el aserto ¿quién los ha visto todos? O mejor dicho ¿quién ha estado en todos los grandes a lo largo de un año? Difícil valorar de otra forma en un tiempo en el que los platos se inventan por la mañana temprano y a media tarde han quedado viejos y se retiran de la carta. Da igual. Sí puedo decir que El Celler de Can Roca es el mejor restaurante que conozco. Lo visito cada año (tal cual hago con muchos otros restaurantes) y todavía no he encontrado quien haga tambalear esa primacía. Es un asunto en el que nunca he sido imparcial. Nunca lo soy con los restaurantes, siempre valoro su trabajo desde el mismo punto de vista: mis gustos personales. Subjetividad elevada a la máxima potencia. El trabajo del crítico nunca se construye desde la nada. Pesan sus preferencias personales, sus gustos, su capacidad de sintonizar con lo que tiene en la mesa… por eso las críticas de verdad no suelen parecerse.
Hay cosas que se repiten en cada visita al Celler de Can Roca: el recorrido por la bodega de la mano de Josep, un tipo singular que consigue embarcarte en un tour sobrecogedor del que sales con una lágrima colgando de los ojos y un nudo inmenso en la garganta… el paso por la cocina para ver en qué andan Joan y Jordi y echar una ojeada a lo último que sale camino del comedor… y el tránsito hacia ese comedor construido en torno a un bosquecillo de abedules encerrado entre cristales.
Hay algo más que se repite desde hace unos años: los primeros aperitivos. Es curioso que la aceituna se haya erigido en el primer bocado de los dos grandes restaurantes de esta tierra: el Celler y El Bulli. En este convertida en sferificación y envasada en tarros de cristal, se mantiene en la carta como nunca lo había hecho otro plato hasta ahora. En El Celler, cuelga de un olivo bonsái, envuelta en una fina lámina de caramelo y rellena con un trozo de anchoa de L’ Escala. Un bocado casi iniciático que llega seguido de una curiosa tempura estructurada en torno a una raspa de anchoa en salmuera. El que fuera uno de los grandes inventos del creador de la cocina moderna catalana, Josep Mercader, fundador del Motel Ampurdán, se ha convertido en un aperitivo recurrente en esta casa, pasado por el tamiz de la harina de arroz. Siempre he sido muy crítico con esta fórmula, pero esta vez encuentro el equilibrio perfecto entre la tempura y el profundo sabor a mar que encierra la raspa.
A partir de ahí todo cambia. Nada se repite entre visitas, salvo la sorpresa permanente… y una cocina que se acerca cada día más a la perfección con platos tan arriesgados como conseguidos. Por ejemplo, las cerezas con anguila. Una sopa de cerezas con dos pequeñas bolas de helado de jengibre que simulan dos medias cerezas, dos sferificaciones de flor de saúco haciendo la vez de los pipos de la cereza y un trozo de anguila que mantiene el plato en el mismo terreno equívoco con el que juega desde el primer envite (un pescado con sabor a monte). O su perfecta reproducción de la escalibada en la que se sigue jugando al equívoco (nada es lo que parece aunque acaba siéndolo): cuatro piezas líquidas por dentro, ligeramente consistentes por fuera, que reproducen la forma del tomate, la berenjena o la cebolla, aunque de cada una solo tienen la forma, el color… y el sabor. Sobre ellas unos pequeños trozos de anchoa y haciendo de hilo conductor el jugo de un pimiento asado y un aroma de brasa que ya no sé muy bien de donde salía.
Ese es el juego genial al que nos someten los hermanos Roca a lo largo de toda la comida. Un punto de partida común -la memoria, los sabores de la cocina de siempre- y un desarrollo fantasioso que acaba enganchando al más escéptico. Sucede en una genial velouté de cigalas en la que manda una gelatina caliente que revienta en la boca plena con el aroma recogido de las cabezas de las propias cigalas, o en una sopa de cebolla en el que un pequeño bizcocho hace las veces del pan y una gelatina concentrada la del caldo, que incorpora pequeños trozos de nueces garapiñadas, cebolleta cruda…
El producto es el otro vínculo común a todo el menú. La gamba de Palamós a la brasa (el paso por la brasa es tan sutil que apenas ha tomado un ligerísimo aroma, pero sigue completamente cruda, aunque tibia) completada con un jugo acidulado de setas que acompaña sin ocultar un solo matiz del sabor de la gamba. Por ahí se mueven también unos diminutos chipirones (yo diría que eran pulpitos) con una roca de cebolla (una especie de bizcocho consistente en cuya preparación interviene tinta de calamar), servidos sobre un potente caldo de cebolla, que se convierten en un sugestivo juego de texturas y sabores. En el mismo capítulo entra el lenguado reuniere; una propuesta en dos servicios: de un lado la piel, transformada en un bocado subyugante, del otro la carne, perfecta de cocción, servida con piel de leche y alcaparras fritas.
Llegados a los salmonetes con suquet todo se vuelve definitivamente luminoso. Han retirado la espina y la piel del salmonete, han sometido la carne y la piel a quien sabe qué tratamientos y han recompuesto el pescado, esta vez sin espina, con la carne caliente aunque definitivamente cruda. La acompañan con un suculento caldo y unos ñoquis de patata aromatizados con tonos anisados que completan el suquet. Se te pegan los labios y se acelera el corazón: un bocado que enamora.
Hay que pasar por el trámite incuestionable del cochinillo (al riesling, con un toque de mango y trufa de verano que le dan unos romas increíbles) y el cordero (cuello relleno con mollejas que sirven con los últimos guisantitos del año), antes de llegar a los postres. Entre ellos, dos que muestran el impresionante nivel alcanzado por la cocina de los Roca: las fresas con nata y el albaricoque. El primero brilla sobre todo por un canelón de leche texturizada que envuelve un relleno de nata (mezcla nata semicuajada con trozos de nata casi sólidos) servido sobre una combinación de trozos de fresón, mermelada de fresa y salsa de fresa. El albaricoque es otra pieza genial. Tiene la forma de la fruta pero en realidad es sólo eso, apariencia. Una fina cobertura crujiente encierra una crema de albaricoque. Bajo el falso fruto, tres envueltos de leche texturizada con crema de frutos secos que representa el hueso.
Añadan un vino para cada plato, algunos platos que han quedado fuera por falta de espacio, una selección de panes que emociona –sobre todo el de tomate y el de aceitunas-, uno de los mejores cafés que pueden servirse en la alta restauración española (I Cultori del Caffé; les recomiendo su monodosis de Nepal), un servicio impecable… y tendrán todas las papeletas para vivir una noche inolvidable.
«El fogón de Ignacio Medina»