Trabajaba yo, en aquellas fechas, en el semanal de un diario nacional y, un día, el redactor jefe me encargó un trabajo. Tenía que ir a una yeguada en la que había nacido el primer potro, hijo de un famoso campeón de carreras de caballos, y debía hacerles un reportaje al padre y al hijo. Era un reportaje más de tantos y de todo tipo como hice en aquella época.
Y como tal, una fotógrafa del periódico y yo nos fuimos una tarde a la yeguada para realizar el trabajo. Ella era una mujer veterana en todo tipo de lides y yo era un muchacho ambicioso.
Cuando llegamos, el dueño de la yeguada nos atendió maravillosamente y fuimos a ver al potrillo. Era precioso. Alazán como su padre. Y mi compañera le hizo decenas de fotos. Pero como queríamos otras del padre y del hijo, le pedimos al propietario que hiciese lo posible para que pudiéramos conseguirlas. El me dijo que no había problemas pero que deberíamos esperar a que el campeón terminase una monta que tenía que hacer aquella tarde. Y nos invitó a verla.
Fue un espectáculo grandioso. Cuando llegamos al picadero, unos mozos de cuadra estaban preparando a la yegua que iba a recibir a aquel garañón. Le recogieron la cola, al parecer, para que los pelos no dañaran al semental. Después la lavaron y la cepillaron. Como si fuese una reina del medievo. Y, extrañamente, sacaron un caballo, al que llamaron ‘recela’, para que jugase sexualmente con ella. Se suponía que aquel ‘recela’ era un caballo muy cachondo y, con él, de lo que se trataba era de calentar a la yegua para que el semental tuviese el menor desgaste posible. Su problema era que, cuando el ‘recela’ creía que había llegado el momento de montar a la yegua, lo apartaban para dejar paso al gran campeón, al gran semental.
Y así fue, tras retirar al ‘recela’ porque se suponía que la yegua ya estaba receptiva, apareció el gran garañón. Y debo decir que aquel caballo sabía a qué venía porque ya mostraba una cierta erección.
A partir de aquel momento, todo se desarrolló de una manera tremenda. La yegua se quedó quieta, aquel grandioso caballo adquirió una erección brutal y se montó sobre ella. No hizo falta que le ayudase el mamporrero. Acertó con la vagina de la yegua a la primera. Dio dos golpes de riñones, se quedó quieto y se bajó. Todo había durado apenas 15 segundos pero había sido un espectáculo tremendo. Inimaginable. Lleno de poderío y con una carga tremenda de erotismo. Al menos para mí y, según me pareció, para mi compañera fotógrafa que no paraba de sacar instantáneas.
Después, uno de los mozos llevó al gran campeón junto a su hijo y le hicimos las fotos a los dos juntos. Más tarde hablamos un rato con el propietario que nos contó muchas cosas sobre la yeguada, el campeón y su primer hijo y llegó la hora de regresar.
Durante el camino de vuelta, mi compañera y yo estuvimos comentando lo que habíamos visto con especial dedicación a la fabulosa monta del garañón y todo lo que ello había representado. Creo que ninguno de los dos habíamos salido de la yeguada indemne. Hicimos bromas sobre el recela y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos en la puerta de la casa de mi compañera.
Sin que yo lo esperase, me invitó a subir para ver las fotos que había hecho ya que iba a revelar las de la monta de aquel semental en un pequeño laboratorio que tenía en su casa. Sin dudarlo, le dije que sí.
En cuanto llegamos a su casa, me dijo que la acompañase a un cuarto oscuro con una sola luz roja en el techo que tenía junto a la cocina. Y allí comenzó a manipular el carrete y los líquidos del revelado.
Aquello era muy pequeño y, en sus movimientos, me rozaba constantemente. En algunos momentos, se detenía juntando su nalgas a las mías.
Al principio, pensé que sin ninguna intención. Después dudé. Y en cuanto apareció la primera imagen de aquel semental con todo su poderío, con aquella tremenda verga erecta intentando montar a la yegua, estuve seguro. Lo suyo ya no fue un roce casual, aquello se convirtió en una provocación que empezó en aquel cuarto oscuro y terminó en la luminosidad de su habitación, tratando de imitar aquel espectáculo erótico al que habíamos asistido por la tarde y que nos había dejado tocados, aunque ella, en ningún caso, se quedase quieta y yo me limitase a hacer lo que podía.
Siempre me he preguntado qué harían con aquel pobre ‘recela’ después del calentón. Por cierto, se me olvidaba decir que se llamaba “Resignado”.
Memorias de un libertino