Todos tan contentos -menos Zapatero y los que se irán con él, supongo- con el adelanto electoral. El momento llega tarde en opinión de muchísimos, al par que la decisión no es el producto de la convicción sino de la necesidad… Todo esto es verdad. Pero no es menos verdad que se ha escuchado, de los Pirineos al Estrecho y de Finisterre al Cabo de Gata, un gran suspiro, sea de alivio, sea de esperanza. Un gran suspiro, en todo caso.
Sin embargo, he de decir que no me gustan los adelantos electorales. Los ha habido siempre por estos pagos, uno tras otro, desde el año 78 hasta el presente, con muy pocas excepciones. Pero no me gustan. Me parece que la buena democracia ha de poseer entre otras virtudes la de la estabilidad del sistema. En eso son también modelo los Estados Unidos, inventores de la primera Constitución digna de tal nombre y aún hoy vigente: ni un solo adelanto electoral, pase lo que pase, desde Jorge Washington hasta Obama. Y van ya más de dos siglos. Eso es seriedad política, estabilidad, seguridad del sistema, llámese como se quiera.
En fin de cuentas, ¿a qué se deben los adelantos electorales? A que el Gobierno cree que con ello tiene más posibilidades de ganar o menos de perder. O sea, oportunismo político en estado puro. No vale el momento en que toca, sino el momento en que el gobernante de turno piensa que es mejor que toque. El que está en el poder elige el momento en que cree que le va a ir mejor, a él, a su Gobierno, a su Partido; a sus intereses y no a los del país, mírese por donde se mire.
Claro que puede suceder que al país le convenga también el adelanto, lo que suele ocurrir cuando éste procede del desastre en que la nación se ve sumida por obra del mal Gobierno, el cual, pensando que las cosas van a empeorar, adelante la convocatoria para no dar tiempo a que se estropeen todavía más.
Pero esa no debería ser la solución. Frente a una mala gestión de los asuntos públicos, lo procedente no debe ser, en buena lógica constitucional, adelantar las elecciones sino modificar la acción de gobierno. Para lo cual es imprescindible que el objetivo de la totalidad de los Partidos con representación parlamentaria sea el bien del país y no el suyo propio. Y eso es lo que desgraciadamente no ocurre entre nosotros.
Cuando el Gobierno lo hace mal, y ello sea un hecho objetivo -tan objetivo como para que el anuncio de elecciones anticipadas pueda merecer un suspiro general de alivio- el propio Gobierno ha de solicitar una votación de confianza, y los Partidos que no lo integran han de plantear la censura. El propio Gobierno ha de proponer un nuevo programa, no una palabrería sin contenido. Los Partidos que no gobiernan han de hacer otro tanto. Y el Parlamento resolverá, en nombre de todos los ciudadanos, cuál es el Gobierno, o la acción de gobierno, que merece más crédito para salvar la situación difícil que se esté atravesando.
Pero aquí el Parlamento no resuelve nada, no está para eso. Nuestro Parlamento no ostenta la representación de los ciudadanos sino la de los Partidos políticos, ante los cuáles, y no ante el pueblo, han de responder los miembros de las Cámaras. Las decisiones no se toman en sede parlamentaria, sino en las sedes de los Partidos. Y ¿cómo se toman? Un Gobierno sin mayoría compra votos, unos Partidos minoritarios los venden. Necesito diez votos, ¿qué me pides a cambio? Tanto dinero, tantas transferencias, tantos disimulos, tantas sentencias incumplidas, tantas violaciones de la ley toleradas, tantas trampas urdidas. ¿Estás dispuesto a vender? ¿Estás dispuesto a pagar? De despacho a despacho, de cabecilla a cabecilla. Y luego el Parlamento refrenda, con el voto ciego y obediente de los paniaguados que, si no obedecen, no estarán en las próximas listas electorales.
Y ¿cuándo se le da voz al ciudadano? ¿Cuándo llega el adelanto electoral? Cuando la situación resulta tan dramática que la compraventa se ha hecho imposible, porque quien necesita comprar votos no dispone ya de nada que ofrecer y quien tiene que venderlos no confía en que se los paguen. O sea, si pudieran, continuarían erre que erre, y a los ciudadanos que les den. Lo que pasa es que ya no pueden; lo que pasa es que se están hundiendo más todavía y de modo irremisible; así las cosas, ante todo salvar los muebles. Los de casa, claro.
Se están hundiendo y nos están hundiendo. ¿Les importamos? Sí, pero sólo en cuanto que votantes, a los que hay que ganarse como sea -antes engañándonos que modificando su curioso sentido de lo que es la democracia-. Ahí se acaba nuestro papel en este sucio escenario.
Dada esta situación -la de tipo político, la de tono social, la de carácter económico- la verdad es que ¡menuda herencia la que sale al campo a través del adelanto electoral! La oposición -si le toca en suerte (es un decir)- tendrá que aceptarla porque ese es su deber; lo que no sé es como no echa a correr el otro candidato.
Estrella Digital respeta y promueve la libertad de prensa y de expresión. Las opiniones de los columnistas son libres y propias y no tienen que ser necesariamente compartidas por la línea editorial del periódico.
Alberto de la Hera