Las venden en los grandes almacenes, en el pequeño comercio e incluso en las tiendas de los chinos, que, como todos sabemos, se afanan en tener al alcance de la mano todo lo que está de moda y a un precio razonable. Se venden bien porque son baratas y sirven para añadir al verano un toque náutico que compensa nuestras carencias marítimas de largo alcance.
Vamos con ellas a las playas, la inflamos en la orilla y nos subimos a para jugar sorteando las olas hasta llegar “mar adentro”, dos o tres metros más allá de la línea de arena. Toda una travesía de ensueño. Lanchas hinchables, embarcaciones de plástico que emulan a las zodiac con las que se pasean, ojo avizor, los afamados vigilantes de la playa, nuestros chicos de la Cruz Roja.
Sirven para el entretenimiento y la emulación. Los niños que viajan en ellas como los argonautas en busca de aventuras heroicas, se imaginan a bordo y sueñan unas veces con ese papel y otras con ser malvados piratas de pata de palo, parche en el ojo, loro en el hombro y sable en la mano.
Pero la cosa es que este verano se han puesto aún más de moda, y han incrementado, siguiendo la lógica y la ética del capitalismo rampante, su valor en el mercado, multiplicándose exponencialmente hasta alcanzar tarifas de tanto ensueño como el que se conoce a bordo de ellas. No es ocioso imaginarles una utilidad adicional, pues no hay placer ingenuo, inocentón e infantil que justifique tales alzas en el precio, al modo en que lo hacen los puntos básicos de la prima de riesgo o los valores de la bolsa en días de intervención de Trichet en el mercado de los bonos.
Las barquitas hinchables, con remo de plástico amarillo, son la nueva herramienta del éxodo africano. Se han convertido en un arca de oportunidad en medio del diluvio africano de la sequía, el alza de los precios alimentarios, las guerras islámicas o el hecho, puro y duro, de querer huir del trastero miserable al mundo rico, aquel al que se accede con facilidad a través de la parabólica, Internet o un teléfono móvil de cualquier generación.
Ayer han interceptado una de ellas con cinco tripulantes a bordo en medio del mediterráneo camino del progreso almeriense, al que se llega con grandes dosis de fe, aguante de necesidades fisiológicas, contención de apetitos y una indispensable, supongo, solidaridad activa en la tripulación de tan exiguo navío. Si no fuera una estampa sobrecogedora podría ser una caricatura grotesca: apiñados sobre un juguete, los negros del tercer mundo arriban al desierto de Almería convencidos de haber llegado Hollywood.
Pero no tiene gracia. La inmigración sigue su goteo hacia la Europa de las oportunidades que ahora es, más bien, la Europa de la crisis. Un lugar en el que la desesperanza local es un lujo en comparación con la esperanza de sus países de origen. Un inmigrante magrebí, uno subsahariano, un superviviente del éxodo nigeriano, otro de la sequía etiope o del espanto somalí. Un crisol posible, sin duda.
Los imagino a bordo de la nave, mirándose a los ojos, esforzándose por bogar con los falsos remos, sudando en la humedad y el frío de la madrugada; sedientos, hambrientos, al fin y al cabo, de vida y de todo aquello, repetido una y mil veces en su mente, que creen al alcance de su mano una vez estén en tierra: casa, comida, coche, teléfono, vídeo, consola, música, ropa, el sueño occidental del progreso, la oportunidad de vivir, el tesoro de la dignidad, el privilegio de la esperanza, las ganas de gastar.
Los imagino pero no los veo. No los veo ni yo ni ustedes, no los vemos ninguno. No nos hagamos trampa. No somos capaces de distinguirlos entre las brumas de la mar, las aguas rizadas, no los vemos más allá de nuestras narices, del balón azul de Nivea, la tela de la sombrilla o los flecos de la toalla, porque no somos capaces de sentirlos. ¿Cómo vamos a creer que haya cinco hombres hechos y derechos acurrucados en un juguete de playa en medio de un mar de leyenda? No podemos creerlo porque no nos conviene creerlo. La playa no es la estación de paso de otros sueños, es el lugar de llegada de nuestro descanso. Es, pues, imposible que lo creamos.
Ya saben. Este verano, lanchita neumática de remos. El juguete que triunfa en el tercer mundo.
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Rafael García Rico