La habitación sigue en penumbra, atemporal y silenciosa. Dos cuerpos abandonados entre cálidas sábanas. Calmados de sed y deseo. Saciados de antojos sexuales. Adormecidos los sentidos.
Mis ojos vendados deambulando por su piel. Mis labios pegados escurriéndose en su pecho. Mis pies inmóviles rozando su empeine, suave y huesudo. Mis muslos sosegados acariciando sus orejas.
Mi mente lujuriosa despierta mi olfato. Intuye el aroma lascivo que aún impregna la estancia. Intento atrapar la fragancia. Mi instinto animal me guía. Rastreo caminos andados. Me deslizo entre los pliegues de su cuerpo para empaparme de su esencia, sumergiéndome entre las telas. Sigilosa. Él sigue dormitando.
Mi pensamiento sigue aferrado a su olor. Intenso y penetrante. Tentador y atractivo. Paso de la calma al impulso. La sangre fluye caprichosa. Mis dedos renacidos bucean entre temperaturas. Avivados y estimulantes. Me llevo su mano a mi boca y la impregno con mi aliento agitado. Suplicando respuesta a mí deseo.
Adivino su inminente ímpetu. Recoge el envite. Apresa mi suspiro y se contagia de mi excitación. Su lengua sedosa se mezcla con la mía. Hundiéndose y sorbiendo. Fundidos. Desbordándonos.
Siento todo su cuerpo como el producto de mi obra, a la que doy vida.
Con cierta frustración mi cuerpo me manda señales de su ausencia y deseo salir corriendo, retroceder meses atrás, traerlo nuevamente a esta habitación donde a cada día le poníamos nombre. Desde esa ventana que enmarca nuestros cuerpos desnudos en el frío de la madrugada. Encajados y con suaves movimientos nos recreábamos en el silencio de la noche y en la ignorancia de quienes desconocían nuestra dicha. Les miramos pero ellos no ven. Volvemos de vez en cuando a la cama a bebernos, a engullirnos.
Memorias de una libertina